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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Charles Perrault

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       La Bella y la Bestia. (2)
         
      

    No bien  llegaron y se establecieron en la casa de campo, el mercader y sus tres hijos con ropajes de humildes labriegos se dedicaron a preparar y labrar la tierra. La Bella se levantaba a las cuatro de la mañana y se ocupaba en limpiar la casa y preparar la rica comida de la familia. Al principio aquello le era un sacrificio agotador, porque no tenía costumbre de trabajar tan duramente; mas unos meses más adelante se fue sintiendo acostumbrada a este ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar por sus afanes de una salud perfecta.

    Cuando terminaba sus quehaceres diarios se ponía a leer, a tocar el clavicordio, o bien a cantar mientras hilaba o realizaba alguna otra labor. Sus dos hermanas, en cambio, se aburrían mortalmente; se levantaban a las diez de la mañana, paseaban el día entero y su única diversión era lamentarse de sus perdidas galas y visitas.

    —Mira a nuestra hermana menor, se decían entre sí, tiene un alma tan vulgar, y es tan estúpida, que se contenta con su miseria.

    El buen labrador, el padre, en cambio, sabía que la Bella era trabajadora, constante, paciente y tesonera, y muy capaz de brillar en los salones, en cambio sus hermanas... Admiraba las virtudes de su hija menor, y sobre todo su infinita paciencia, ya que las otras no se contentaban con que hiciese todo el trabajo de la casa, sino que además se burlaban constantemente de ella.

    Hacía ya un año que la familia vivía en aquellas soledades cuando el mercader recibió una carta en la cual le anunciaban que cierto navío acababa de arribar, felizmente, con una carga de mercancías para él. Esta noticia trastornó por completo a sus dos hijas mayores, pues imaginaron que por fin podrían abandonar aquellos campos donde tanto se aburrían y además lo único que se les cruzaba por la cabeza era volver a la ociosa y fatua vida en las fiestas y teatros, mostrando riquezas; por lo que, no bien vieron a su padre ya dispuesto para salir, le pidieron que les trajera vestidos, chalinas, peinetas y toda suerte de bagatelas, La Bella no dijo una palabra, pensando para sí que todo el oro de las mercancías no iba a bastar para los encargos de sus hermanas.

    —¿No vas tú a pedirme algo?, le preguntó su padre.

    —Ya que tenéis la bondad de pensar en mí, respondió ella, os ruego que me traigáis una rosa, la más bella, pues por aquí no las he visto.

    No era que la desease realmente, sino que no quería afear con su ejemplo la conducta de sus hermanas, las cuales habían dicho que si no pedía nada era sólo por darse importancia.

    Partió, pues, el buen mercader; pero cuando llegó a la ciudad supo que había un pleito andando en torno a sus mercaderías, y luego de muchos trabajos y penas se halló tan pobre como antes. Y así emprendió nuevamente el camino hacia su vivienda. No tenía que recorrer más de treinta millas para llegar a su casa, y ya se regocijaba con el gusto de ver otra vez a sus hijas; pero erró el camino al atravesar un gran bosque, y se perdió dentro de él, en medio de una tormenta de viento y nieve que comenzó a desatarse.

    Nevaba fuertemente; el viento era tan impetuoso que por dos veces lo derribó del caballo; y cuando cerró la noche llegó a temer que moriría de hambre o de frío; o que lo devorarían los lobos hambrientos, a los que oía aullar muy cerca de sí. De repente, tendió la vista por entre dos largas hileras de árboles y vio una brillante luz a gran distancia.



      

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    Charles Perrault

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