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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Charles Perrault

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       La Bella y la Bestia. (5)
         
      

    —Te aseguro, padre mío,  le dijo la Bella, que no irás sin mí a ese palacio; tú no puedes impedirme que te siga. En parte fui responsable de tu desventura. Como soy joven, no le tengo gran apego a la vida, y prefiero que ese monstruo me devore a morirme de la pena y el remordimiento que me daría tu pérdida.

    Por más que razonaron con ella no hubo forma de convencerla, y sus hermanas estaban encantadas, porque las virtudes de la joven les había inspirado siempre unos celos irresistibles. Al mercader lo abrumaba tanto el dolor de perder a su hija, que olvidó el cofre repleto de oro; pero al retirarse a su habitación para dormir su sorpresa fue enorme al encontrarlo junto a la cama. Decidió no decir una palabra a sus hijos de aquellas nuevas y grandes riquezas, ya que habrían querido retornar a la ciudad y él estaba resuelto a morir en el campo; pero reveló el secreto a la Bella, quien a su vez le confió que en su ausencia habían venido de visita algunos caballeros, y que dos de ellos amaban a sus hermanas. Le rogó que les permitiera casarse, pues era tan buena que las seguía queriendo y las perdonaba de todo corazón, a pesar del mal que le habían hecho.

    El día en que partieron la Bella y su padre, las dos perversas muchachas se frotaron los ojos con cebolla para tener lágrimas con que llorarlos; sus hermanos en cambio, lloraron de verdad, como también el mercader, y en toda la casa  la única que no lloró fue la Bella, pues no quería aumentar el dolor de los otros.

    Echó a andar el caballo hacia el palacio, y al caer la tarde apareció éste todo iluminado como la primera vez. El caballo se fue por sí solo a la caballeriza, y el buen hombre y su hija pasaron al gran salón, donde encontraron una mesa magníficamente servida en la que había dos cubiertos. El mercader no tenía ánimo para probar bocado, pero la Bella, esforzándose por parecer tranquila, se sentó a la mesa y le sirvió, aunque pensaba para sí:

    “La Bestia quiere que engorde antes de comerme, puesto que me recibe de modo tan espléndido.”

    En cuanto terminaron de cenar se escuchó un gran estruendo y el mercader, llorando, dijo a su pobre hija que se acercaba la Bestia. No pudo la Bella evitar un estremecimiento cuando vio su horrible figura, aunque procuró disimular su miedo, y al interrogarla el monstruo sobre si la habían obligado o si venía por su propia voluntad, ella le respondió que sí, temblando, que era decisión propia.

    —Eres muy buena, dijo la Bestia, y te lo agradezco mucho. Tú, buen hombre, partirás por la mañana y no sueñes jamás con regresar aquí. Nunca. Adiós, Bella.

    —Adiós, señor, respondió la muchacha.

    Y enseguida se retiró la Bestia.

    —¡Ah, hija mía, dijo el mercader, abrazando a la Bella, yo estoy casi muerto de espanto!. Hazme caso y deja que me quede en tu sitio, por favor.

    —No, padre mío, le respondió la Bella con firmeza, tú partirás por la mañana.

    Fueron después a acostarse, creyendo que no dormirían en toda la noche; mas sus ojos se cerraron apenas pusieron la cabeza en la almohada. Mientras dormía vio la Bella a una dama que le dijo:

    —Tu buen corazón me hace muy feliz, Bella. No ha de quedar sin recompensa esta buena acción de arriesgar tu vida por salvar la de tu padre.



      

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    Charles Perrault

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