Todos los animales cada instante se quejaban a Júpiter tonante de la misma manera que si fuese un alcalde de montera.
El Dios, y con razón, amostazado viéndose importunado, por dar fin de una vez a las querellas, en lugar de sus rayos y centellas, de receptor envía desde el cielo al águila rapante, que de un vuelo en la tierra juntó los animales y expusieron en suma cosas tales.
Pidió el león la astucia del raposo, este de aquél lo fuerte y valeroso; envidia la paloma al gallo fiero, el gallo a la paloma lo ligero. Quiere el sabueso patas más felices, y cuenta como nada sus narices.
El galgo lo contrario solicita; y en fin, cosa inaudita, los peces, de las ondas ya cansados, quieren probar los bosques y los prados; y las bestias, dejando sus lugares, surcar las olas de los anchos mares.
Después de oírlo todo, el águila concluye de éste modo: «¿Tes, maldita caterva impertinente, que entre tanto viviente de uno y otro elemento, pues nadie está contenta, no se encuentra feliz ningún destino? Pues ¿para qué envidiar el del vecino?» con sólo este discurso, aun el bruto mayor de aquel concurso se dio por convencido.
De modo que es sabido que ya sólo se matan los humanos en envidiar la suerte a sus hermanos.