Había faltado poco para que se olvidase de ellos, absorbida en el recuerdo del muerto. -¡Madre, ahora suenan las campanas del cielo! -dijo el niño- Madre, ahora sale el sol. Y sobre ella cayó un torrente de cegadora luz; el niño se había ido, y ella sintió que la subían hacia las alturas. Hacía frío a su alrededor, y al levantar la cabeza se dio cuenta de que estaba en el cementerio, tendida sobre la tumba de su hijo. Pero Dios, en su sueño, había sido un apoyo para su cuerpo y una luz para su entendimiento. Doblando la rodilla, dijo: -¡Perdóname, Señor, Dios mío, por haber querido detener el vuelo de un alma eterna, y por haber olvidado mis deberes con los vivos, que confiaste a mi cuidado! Y al pronunciar estas palabras, un gran alivio se infundió en su corazón. Salió el sol, un avecilla rompió a cantar encima de su cabeza, y las campanas de la iglesia llamaron a maitines. Un santo silencio se esparció en derredor, santo como el que reinaba ya en su corazón. Reconoció nuevamente a su Dios, reconoció sus deberes y volvió presurosa a su casa. Se inclinó sobre su marido, lo despertó con sus besos y le dijo palabras que le salían del alma. Volvía a ser fuerte y dulce como puede serlo la esposa, y de sus labios brotó una rica fuente de consuelo. -¡Bien hecho está lo que hace Dios! Le preguntó el marido: -¿De dónde has sacado de repente esta virtud de consolar a los demás? Ella lo abrazó y besó a sus hijas. -¡La recibí de Dios, por mediación de mi hijo muerto! (Autor: Hans Christian Andersen) |