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Anastasia -así la llamaban- sería mi hermana, pues su padre la había confiado al mío, de acuerdo con la antigua costumbre que seguíamos observando. De jóvenes habían trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella más hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oía yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre. Y, así, la pequeña se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormíamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguía cantando, invierno tras invierno, su canción de las lágrimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendía aún que era mi propio pueblo, cuyas innúmeras cuitas se reflejaban en aquellas lágrimas. Un día vinieron tres hombres; eran francos y vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerías, y los acompañaban más de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajá e iban provistos de cartas de introducción. Venían con el solo objeto de visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extrañas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabían en ella, aparte que no podían soportar el humo que, deslizándose por debajo del techo, salía por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían probarlo. Al proseguir su camino, yo los acompañé un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos señores francos me colocó delante de una roca y me dibujó junto con la niña, tan bien, que parecíamos vivos y como si fuésemos una sola persona. Nunca había yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba, siempre figuraba ella en mis sueños. Dos noches más tarde llegaron otras gentes a nuestra choza, armadas con cuchillos y fusiles. Eran albaneses, hombres audaces, según dijo mi padre. Permanecieron muy poco tiempo; mi hermana Anastasia se sentó en las rodillas de uno de ellos, y cuando se hubieron marchado, la niña no tenía ya en el cabello las tres monedas de plata, sino únicamente dos. Ponían tabaco en unas tiras de papel y lo fumaban; el más viejo habló del camino que les convenía seguir; sobre él no estaban aún decididos. -Si escupo arriba -dijo-, me cae a la cara; si escupo abajo, me cae a la barba. Pero había que elegir un camino; y al fin se fueron, acompañados por mi padre.
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