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-¿Piensen, suceda lo que suceda: mi amigo es parte de mí; mi secreto es su secreto, mi felicidad es la suya: el sacrificio, la constancia, cuanto en mí hay le pertenece como a mí mismo? Y repetimos: -¡Sí! Juntándonos las manos, nos besó en la frente, y volvimos a rezar en voz queda. Entró entonces el sacerdote por la puerta del presbiterio, nos bendijo a los tres, y un canto de los demás religiosos resonó detrás del altar. El pacto de eterna amistad quedaba sellado. Cuando nos levantamos, vi a mi madre que, en la puerta de la iglesia, lloraba vehementemente. ¡Qué alegría, luego, en nuestra casita y en la fuente de Delfos! La velada que precedió al día de la partida de Aftánides, estábamos él y yo sumidos en nuestros pensamientos, sentados en la ladera de la peña, su brazo en torno a mi cuerpo, el mío rodeándole el cuello. Hablábamos de la miseria de Grecia, de los hombres en quien podía confiar. Cada pensamiento de nuestras almas aparecía claro, ante los dos; yo le cogí la mano. -¡Una cosa debes saber, una cosa que hasta este momento, sólo Dios y yo sabemos! Mi alma entera es amor. Un amor más fuerte que el que siento por mi madre y por ti. -¿A quién amas, pues? -preguntó Aftánides, y su rostro y cuello enrojecieron. -Amo a Anastasia -dije, y sentí su mano temblar en la mía, y lo vi palidecer como un cadáver. Lo vi, lo comprendí, y, pareciéndome que también mi mano temblaba, me incliné hacia él y, besándole en la frente, murmuré: -Nunca se lo he dicho; tal vez ella no me quiere. Hermano: piensa en que la he estado viendo todos los días, ha crecido junto a mí, y dentro de mi alma. -Y tuya ha de ser -respondió él-, ¡tuya! No puedo mentirte, ni quiero. Yo también la amo. Pero mañana me marcho. Dentro de un año volveremos a vernos; para entonces estarán casados, ¿verdad?. Tengo algo de dinero, quédate con él, debes aceptarlo, debes aceptarlo. Seguimos errando por entre las rocas; cerraba la noche cuando llegamos a la choza de mi madre. Anastasia salió a recibirnos con la lámpara; cuando entramos, mi madre no estaba allí. La muchacha miró a Aftánides con expresión de maravillosa melancolía. -¡Mañana te vas de nuestro lado! -dijo-, ¡cuánto lo siento! -¡Te apena! -exclamó él, y me pareció observar en sus palabras un dolor tan intenso como el mío. No pude hablar, pero él, cogiéndome la mano, dijo: -Nuestro hermano te ama; ¿lo quieres tú a él? En su silencio se expresa su amor.
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