Era para perder la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente. -¡Qué calor hace aquí dentro! -fueron las primeras palabras del pretendiente. -Es que hoy mi padre asa pollos -dijo la princesa. -¡Ah! -y se quedó clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas. -¡No sirve! ¡Fuera! -ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo. -¡Qué calor más terrible! -dijo éste. -¡Sí, asamos pollos! -explicó la hija del Rey. -¿Cómo di... di, cómo di... ? -tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di... di, cómo di... ?». -¡No sirve! ¡Fuera! -decretó la princesa. Le tocó entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío. -¡Demonios, qué calor! -observó. -Es que estoy asando pollos -contestó la princesa. -¡Al pelo! -dijo el bobo-. Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad? -Con mucho gusto, no faltaba más -respondió la hija del Rey-. Pero, ¿traes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador. -Yo sí los tengo -exclamó alegremente el otro-. He aquí un excelente puchero, con mango de estaño. Y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja. -Pues, ¡vaya banquete! -dijo la princesa-. Pero, ¿y la salsa? -La traigo en el bolsillo -replicó el bobo-. Tengo para eso y mucho más. Y se sacó del bolsillo un puñado de barro. -¡Esto me gusta! -exclamó la princesa-. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. -Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo. -¿Aquellas señorías de allí? -preguntó el bobo-.
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