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       La vieja campana de la iglesia. (3)
         
      

    ¡Qué poco nos comprendemos a nosotros mismos! Y, ¿cómo van a comprendernos los demás, incluso los mejores? Pero es justamente la presión lo que hace nacer un diamante. La presión existía. ¿Reconocería el mundo la piedra preciosa, al correr de los años?

    Se celebraba una gran fiesta en la capital del principado. Brillaban millares de lámparas, y se elevaban al cielo los cohetes. Aquel esplendor no se borra del recuerdo de quien, por aquellos días, lloroso y dolorido, trataba de llegar, sin ser visto, a tierra extranjera. Tenía que alejarse de la patria, del lado de su madre, de todos los seres queridos, so pena de naufragar en la corriente de la vulgaridad.

    La vieja campana era afortunada, protegida por el muro del cementerio de Marbach. El viento pasaba por encima de ella, y habría podido contarle algo del que vino al mundo mientras ella tañía; contarle lo frío que había soplado sobre él cuando, poco antes, se había dejado caer, completamente agotado, en el bosque del país vecino, llevando por toda riqueza y como única esperanza el manuscrito del «Fiesco».

    El viento habría podido hablarle de sus primeros protectores, artistas todos ellos, que durante la lectura de estas hojas se habían ido escurriendo uno tras otro para ir a jugar a bolos. Y el viento habría podido hablarle también del pálido jovenzuelo que durante semanas y meses vivió en una mísera posada, cuyo dueño no hacía sino echar pestes, enfurecerse y emborracharse, y donde reinaba una continua francachela, mientras él se concentraba en sus ideales. ¡Duros y tenebrosos días! El corazón ha de participar en aquel dolor y sentir en sí mismo lo que un día será cantado a la faz del mundo.

    Por encima de la vieja campana, pasaron, sin que ella los sintiera, días oscuros y frías noches. Pero la campana que se encierra en el humano pecho, ésa sí siente los malos tiempos. ¿Qué fue del joven? ¿Qué fue de la vieja campana? Ésta llegó muy lejos, mucho más lejos de lo que habrían llegado sus sones desde la alta torre. ¿Y el joven? La campana de su pecho resonó a distancia mucho mayor de lo que jamás pisaron sus pies o vieron sus ojos; resonó y sigue resonando, allende el océano, por toda la redondez de la Tierra. Pero oigamos primero qué fue de la campana de la iglesia. Se la llevaron de Marbach, la vendieron por bronce viejo y fue a parar a los hornos de fundición de Baviera.

    ¿Cómo y cuándo fue a parar a ellos? Cuéntelo la propia campana, si puede; no tiene gran importancia. Lo que sí ha podido averiguarse es que llegó a la capital de Baviera. Habían transcurrido muchos años desde que cayera del campanario; ahora iba a ser fundida, y su metal formaría parte de un monumento destinado a perpetuar la memoria de un héroe del espíritu alemán. Oíd ahora cómo sucedieron las cosas.

      

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