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¡Qué maravillosos son los sucesos del mundo! En una de las verdes islas de Dinamarca, donde crece el haya y se levantan numerosos monumentos megalíticos, vivía un muchacho muy pobre. Había calzado zuecos y llevado a su padre, que era leñador, la comida envuelta en un viejo paño. Aquel pobre muchacho llegó a ser el orgullo de su país; creó magníficas obras de mármol que causaron la admiración del mundo entero, y fue él precisamente quien recibió el honroso encargo de modelar en arcilla la figura que había de ser luego fundida en bronce, la efigie de aquel otro muchacho cuyo nombre anotara su padre en la Biblia: Juan, Cristóbal, Federico. Y en el molde se vertió el bronce derretido, la vieja campana de la iglesia; nadie pensó en su patria, nadie en su extinto tañido. La campana fundida fue vertida en el molde y formó la cabeza y el pecho de la estatua que hoy se levanta frente al gran palacio de Stuttgart, en el mismo lugar donde el personaje que representa hubo de sostener en vida una dura lucha bajo la opresión del mundo. Él, el adolescente de Marbach, el alumno de la Karlschule, el fugitivo, el grande e inmortal poeta de Alemania, que cantó al libertador de Suiza y a la santa doncella liberadora de Francia. Brillaba el sol, ondeaban banderas en las torres y los tejados de la real ciudad de Stuttgart, las campanas de los templos tocaban en son de fiesta y de alegría; sólo una callaba, brillando a la radiante luz del sol, convertida en el rostro y el pecho de la nueva estatua. Cien años justos habían transcurrido desde el día en que la campana de la torre de Marbach había llevado la alegría y la confianza a la madre doliente que daba a luz a su hijo, pobre en una casa pobre, pero llamado a ser el hombre rico cuyos tesoros son una bendición del mundo. Cien años habían transcurrido desde el nacimiento del poeta de los nobles corazones femeninos, el cantor de lo grande y lo sublime; desde el nacimiento de Juan Cristóbal Federico Schiller. (Autor: Hans Christian Andersen)
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