A continuación, un coro de monjes cantó la misa de ocho. Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de ellas trabajaba en Astronomía; otra, en el Archivo histórico; las restantes se dedicaban al teatro. A las diez salió nuevamente Moisés con las tablas; contenían los mandamientos de Dios, y eran diez. Volvieron a sonar campanadas y salieron, saltando y brincando, unos niños y niñas que jugaban y cantaban: «¡Ahora, niños, a escuchar; las once acaban de dar!». Y al dar las doce salió el vigilante, con su capucha, y con la estrella matutina, cantando su vieja tonadilla: ¡Era medianoche, cuando nació el Salvador! Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego resultaron cabezas de angelillos con alas, que tenían todos los colores del iris. Resultó un espectáculo tan hermoso para los ojos como para los oídos. Aquel reloj era una obra de arte incomparable, lo más increíble que pudiera imaginarse, decía la gente. El autor era un joven de excelente corazón, alegre como un niño, un amigo bueno y leal, y abnegado con sus humildes padres. Se merecía la princesa y la mitad del reino. Llegó el día de la decisión; toda la ciudad estaba engalanada, y la princesa ocupaba el trono, al que habían puesto crin nuevo, sin hacerlo más cómodo por eso. Los jueces miraban con pícaros ojos al supuesto ganador, el cual permanecía tranquilo y alegre, seguro de su suerte, pues había realizado lo más increíble. -¡No, esto lo haré yo! -gritó en el mismo momento un patán larguirucho y huesudo-. Yo soy el hombre capaz de lo más increíble. Y blandió un hacha contra la obra de arte. ¡Cric, crac!, en un instante todo quedó deshecho; ruedas y resortes rodaron por el suelo; la maravilla estaba destruida. -¡Ésta es mi obra! -dijo-. Mi acción ha superado a la suya; he hecho lo más increíble. -¡Destruir semejante obra de arte! -exclamaron los jueces-. Efectivamente, es lo más increíble. Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le asignaron la princesa y la mitad del reino, pues la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo más increíble y absurdo. Desde lo alto de las murallas y las torres de la ciudad proclamaron los trompeteros: -¡Va a celebrarse la boda! La princesa no iba muy contenta, pero estaba espléndida, y ricamente vestida.
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