La iglesia era un mar de luz; anochecía ya, y el efecto resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de la ciudad iban cantando, acompañando a la novia; los caballeros hacían lo propio con el novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta como si nada pudiese rompérsela. Cesó el canto y se hizo un silencio tan profundo, que se habría oído caer al suelo un alfiler. Y he aquí que en medio de aquella quietud se abrió con gran estrépito la puerta de la iglesia y, «¡bum! ¡bum!», entró el reloj y, avanzando por la nave central, fue a situarse entre los novios. Los muertos no pueden volver, esto ya lo sabemos, pero una obra de arte sí puede; el cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el espíritu; el espectro del Arte se apareció, dejando ya de ser un espectro. La obra de arte estaba entera, como el día que la presentaron, intacta y nueva. Sonaron las campanadas, una tras otra, hasta las doce, y salieron las figuras. Primero Moisés, cuya frente despedía llamas. Arrojó las pesadas tablas de la ley a los pies del novio, que quedaron clavados en el suelo. -¡No puedo levantarlas! -dijo Moisés-. Me cortaste los brazos. Quédate donde estás. Vinieron después Adán y Eva, los Reyes Magos de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le dijeron verdades desagradables: «¡Avergüénzate!». Pero él no se avergonzó. Todas las figuras que habían aparecido a las diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron un volumen enorme. Parecía que no iba a quedar sitio para las personas de carne y hueso. Y cuando a las doce se presentó el vigilante con la capucha y la estrella matutina, se produjo un movimiento extraordinario. El vigilante, dirigiéndose al novio, le dio un golpe en la frente con la estrella. -¡Muere! -le dijo- ¡Medida por medida! ¡Estamos vengados, y el maestro también! ¡adiós! Y desapareció la obra de arte; pero las luces de la iglesia la transformaron en grandes flores luminosas, y las doradas estrellas del techo enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el órgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron que aquello era lo más increíble que habían visto en su vida. -Llamemos ahora al vencedor -dijo la princesa-. El autor de la maravilla será mi esposo y señor. Y el joven se presentó en la iglesia, con el pueblo entero por séquito, entre las aclamaciones y la alegría general. Nadie sintió envidia. ¡Y esto fue precisamente lo más increíble! (Autor: Hans Christian Andersen) |