Charlatanes se ven por todos lados, en plazas y en estrados, que ofrecen sus servicios ¡cosa rara! A todo el mundo por su linda cara. Éste, químico y médico excelente, cura a todo doliente; pero gratis: no se hable de dinero.
El otro, petimetre caballero, canta, toca, dibuja, borda, danza, y ofrece la enseñanza gratis por afición, a cierta gente. Veremos en la fábula siguiente si puede haber en esto algún engaño. La prudente cautela no hace daño.
Dejando los desvanes y rincones, el señor Minimiz, gato de maña, se salió de la villa a la campaña. En paraje sombrío, a la orilla de un río, de sauces coronado, en unas matas se quedó agachado. El gatazo callaba como un muerto, escuchando el concierto de dos mil avecillas, que en las ramas cantaban maravillas; pero callaba en vano, mientras no se acercaban a su mano los músicos volantes, pues quería Minimiz arreglar la sinfonía.
Cansado de esperar, prorrumpe al cabo, sacando la cabeza: Bravo, bravo. La turba calla; cada cual procura alejarse o meterse en la, espesura; mas él les persuadió con buenos modos, y al fin logró que le escuchasen todos. «No soy Gato montés o campesino; soy honrado vecino de la cercana villa: fui gato de un maestro de capilla; la música aprendí, y aún, si me empeño, veréis cómo os la enseño, pero gratis y en menos de una hora.
¡Qué cosa tan sonora será el oír un coro de cantores, verbigracia calandrias ruiseñores!» Con estas y otras cosas diferentes, algunas de las aves inocentes con manso vuelo á Mirrimiz llegaron; todas en torno a él se colocaron. Entonces con más gracia y más diestro que el músico de Tracia, echando su compás hacia el más gordo, consigue gratis merendarse un tordo.