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Los montes hoscos y tenebrosos aparecían cubiertos de nieve; el más alto, aquel de cuya cumbre tardaba más en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corría junto a nuestra casa bajaba de él, y antaño había sido sagrado también. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. ¡Cómo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendían fuego, y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes, cocían el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecía más feliz que nunca; me cogía la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba: «En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lágrimas; lloraba lágrimas rojas, sí, y hasta verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo: -¿Qué tienes, que así lloras lágrimas rojas, verdes y azuladas? - El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jauría. -¡Los echaré de las islas -dijo el corzo-, los echaré de las islas al mar profundo!-. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto». Y cuando mi madre cantaba así, se le humedecían los ojos, y de sus largas pestañas colgaba una lágrima; pero ella la ocultaba y volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puño, decía: -¡Mataremos a los turcos! Mas ella repetía las palabras de la canción: «¡Los echaré de las islas al mar profundo! Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto». Llevábamos varios días, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niña desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habían dado muerte a los padres de la pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la noche estuve soñando con ello. Mi padre venía también herido; mi madre le vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ¡qué hermosa era! Los ojos de mi madre no tenían más dulzura que los suyos.
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