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Prometióselo él y, poniéndose el anillo en el dedo, pidió encontrarse en las afueras de la ciudad donde su padre residía. En el mismo momento estuvo allí y se dispuso a entrar en la población; pero al llegar a la puerta, detuviéronle los centinelas por verle ataviado con vestidos extraños, aunque ricos y magníficos. Subió entonces a la cima de un monte, en la que un pastor guardaba su rebaño; cambió con él sus ropas y, vistiendo la zamarra del pastor, pudo entrar en la ciudad sin ser molestado. Presentóse en la casa de su padre y se dio a conocer, pero el hombre se negó a prestarle crédito, diciéndole que, si bien era verdad que había tenido un hijo, había muerto muchos años atrás; con todo, como veía que se trataba de un pobre pastor, le ofreció un plato de comida. Entonces, el mozo dijo a sus padres: - Es verdad que soy vuestro hijo. ¿No sabéis de alguna señal en mi cuerpo por la que pudierais reconocerme?. - Sí, respondió la madre, nuestro hijo tenía un lunar en forma de frambuesa debajo del brazo derecho. Apartóse él la camisa, y al ver el lunar en el sitio indicado, dejaron ya de dudar de que tenían consigo a su hijo. Contóles él entonces que era rey de la montaña de oro, que su esposa era una princesa y que tenían un hermoso hijito de siete años. Dijo entonces la madre: - ¡Esto sí que no lo creo! ¡Vaya un rey, que se presenta vestido de pastor!. Irritado el hijo, sin acordarse de su promesa, dio la vuelta al anillo, conjurando a su esposa y a su hijo a que compareciesen, y en el mismo momento se presentaron los dos: la Reina, llorando y lamentándose, y acusándolo de haber quebrantado su palabra y haberla hecho a ella desgraciada. Respondióle él: - Lo hice impremeditadamente y sin mala intención, y trató de disculparse y persuadirla. Ella simuló ceder a sus excusas, pero ya el rencor anidaba en su alma. Condujo a su esposa a las afueras de la ciudad y le mostró el río en el que había sido lanzado el barquito; luego le dijo: - Estoy cansado; siéntate, quiero dormir un poco sobre tu regazo. Apoyó en él la cabeza, y la Reina lo estuvo acariciando hasta que se durmió. Quitóle entonces el anillo del dedo y, retirando el pie de debajo de él, descalzóse y dejó la chinela; luego cogió en brazos a su hijito y pidió volver a su reino. Al despertar, el Rey encontróse completamente abandonado; su esposa e hijo habían desaparecido, así como el anillo de su dedo, no quedándole más que la chinela como prenda. «A la casa de mis padres no puedo volver - pensó -, dirían que soy brujo; no tengo más solución que ponerme en camino y seguir hasta que llegue a mis dominios». Partió, pues, y, al fin, se encontró en una montaña donde había tres gigantes que disputaban acaloradamente porque no lograban ponerse de acuerdo sobre la manera de repartiese la herencia de su padre. Al verlo pasar de largo, lo llamaron y, diciendo que los hombres pequeños eran de inteligencia avispada, lo invitaron a actuar de árbitro en el reparto.
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