- No hagas tal cosa, contestó el hombre; yo no soy fácil de tragar. Pero si lo que quieres es comer, tengo lo bastante para llenarte. - Siendo así, dijo el gigante, puedes estar tranquilo. Si quería devorarte era a falta de otra cosa. Los dos se sentaron a la mesa, y el hombre sacó su pan, vino y carne inagotables. - Esto me gusta, observó el gigante, comiendo a dos carrillos. Cuando terminaron, preguntó el hombre: - ¿Podrías acaso indicarme dónde se levanta el castillo de oro de Stromberg?. - Consultaré el mapa, dijo el gigante; en él están registrados todas las ciudades, pueblos y casas. Fue a buscar el mapa, que guardaba en su dormitorio, y se puso a buscar el castillo, pero éste no aparecía por ninguna parte. - No importa, dijo; arriba, en el armario, tengo otros mapas mayores, lo buscaremos en ellos. Pero todo fue inútil. El hombre se disponía a marcharse, pero el gigante le rogó que esperase dos o tres días a que regresara su hermano, quien había partido en busca de víveres. Cuando llegó el hermano, le preguntaron por el castillo de oro de Stromberg. Él les respondió: - Cuando haya comido y esté satisfecho, consultaré el mapa. Subieron luego a su habitación y se pusieron a buscar y rebuscar en su mapa; pero tampoco encontraron el bendito castillo; el gigante sacó nuevos mapas, y no descansaron hasta que, por fin, dieron con él, quedaba, sin embargo, a muchos millares de millas de allí. - ¿Cómo podré llegar hasta allí?, preguntó el hombre; y el gigante respondió: - Dispongo de dos horas. Te llevaré hasta las cercanías, pero luego tendré que volverme a dar de mamar a nuestro hijo. El gigante lo transportó hasta cerca de un centenar de horas de distancia del castillo, y le dijo: - El resto del camino puedes hacerlo por tus propios medios, y regresó. El hombre siguió avanzando día y noche hasta que, al fin, llegó al castillo de oro de Stromberg. Éste estaba construido en la cima de una montaña de cristal; la princesa encantada daba vueltas alrededor del castillo en su coche, hasta que entró en el edificio. El hombre se alegro al verla e intentó trepar hasta la cima; pero cada vez que lo intentaba, como el cristal era resbaladizo, volvía a caer. Viendo que no podría subir jamás, se entristeció y se dijo: “Me quedaré abajo y la esperaré”. Y se construyó una cabaña, en la que vivió un año entero; y todos los días veía pasar a la princesa en su carroza, sin poder nunca llegar hasta ella. Un día, desde su cabaña, vio a tres bandidos que peleaban y les gritó: - ¡Dios sea con vosotros!. Ellos interrumpieron la pelea; pero como no vieron a nadie, recomenzaron con mayor coraje que antes; la cosa se puso realmente peligrosa. Volvió él a gritarles: - ¡Dios sea con vosotros!.
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