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El oso, sin hacer caso de sus palabras, propinó al malvado hombrecillo un zarpazo de su poderosa pata y lo dejó muerto en el acto. Las muchachas habían echado a correr; pero el oso las llamó: - ¡Blancanieve, Rojaflor, no temáis; esperadme, que voy con vosotras!. Ellas reconocieron entonces su voz y se detuvieron, y, cuando el oso las hubo alcanzado, de pronto se desprendió su espesa piel y quedó transformado en un hermoso joven, vestido de brocado de oro: - Soy un príncipe, manifestó, y ese malvado enano me había encantado, robándome mis tesoros y condenándome a errar por el bosque en figura de oso salvaje, hasta que me redimiera con su muerte. Ahora ha recibido el castigo que merecía. Blancanieve se casó con él, y Rojaflor, con su hermano, y se repartieron las inmensas riquezas que el enano había acumulado en su cueva. La anciana madre vivió aún muchos años tranquila y feliz, al lado de sus hijas. Llevóse consigo los dos rosales que, plantados delante de su ventana, siguieron dando todos los años sus hermosísimas rosas, blancas y rojas.
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