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¡Pero si entró en este patio, si yo mismo la he visto!, se decía. Tenía que estar aquí escondida, en este jardín. El príncipe buscó por todos y cada uno de los rincones del patio, registró cada arbusto, miró en cada uno de los canteros; pero, por supuesto, su pequeña bailarina no aparecía por ninguna parte. Por fin, regresó a palacio, meneando la cabeza tristemente. ¡Ah, pero mañana será distinto!, se dijo. ¡Ya me encargaré yo de que no se escape!. La tercera noche, después que la malvada madrastra y sus dos orgullosas hijas se hubieron marchado, con su tintineo y su rumor de colas, Cenicienta se paró, como siempre que necesitaba, debajo de su querido arbolito y dijo: -¡Arbolito querido de tu ramaje llueva pronto un vestido todo de encaje!. Apenas había acabado de decir estas palabras cuando un vestido revoloteaba hacia ella desde las ramas, un vestido hermosísimo, como si estuviera hecho con rayos de sol. De lo alto bajó también flotando una minúscula corona, resplandeciente como si la formaran miles de gotas de rocío, y se posó ligera en su pelo: y dos diminutos zapatitos de oro, adornados con risueños diamantes, vinieron a calzársele con toda naturalidad. Pero todas estas maravillas no eran nada junto a la conmovedora belleza de su rostro, su aire de sencilla modestia y la fina gracia de sus movimientos. Cuando entró, se acallaron todos los rumores, y el príncipe, rindiéndose a su hechizo, dobló la rodilla y le besó la mano. No quiso apartarse de su lado en toda la noche; su sonrisa era tan alegre, y bailaba con tanto gusto, que Cenicienta, sintiéndose más feliz de lo que cabe decir en palabras, se olvidó por completo del tiempo. Faltaba sólo un minuto para las doce cuando zafó ágilmente sus manos de los dedos del príncipe y, escabulléndose entre los invitados, se precipitó por las anchas escaleras que conducían a la calle. Pero el príncipe, decidido a no perderla de nuevo, había ordenado que pintasen de brea la escalera, y, al bajar veloz Cenicienta, uno de su zapatitos se hundió en la brea y quedó sujeto a ella. Como no había tiempo que perder, tuvo que seguir sin el zapato. En ese preciso instante dio el reloj las doce: desaparecieron sus hermosas ropas y allí estaba Cenicienta vestida de harapos y saltando escaleras abajo. Apenas había cruzado la gran puerta de entrada cuando apareció el príncipe corriendo, desalado y sin aliento. El guardia, que estaba dormido, se restregó los ojos. -¿No has visto a mi princesita?, le gritó el príncipe. -¿Princesita?, dijo el guardia. ¡Oh, no, Alteza!. -¿Nadie ha pasado por aquí?. ¿Estás seguro?, insistió el príncipe. -Sólo una pequeña pordiosera, Alteza, respondió el guardia. Iba corriendo como si la persiguiera el diablo, aunque no puedo imaginarme por qué.
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