-¡Oh, no!, respondió la madrastra. No hay aquí nadie más que una torpe cocinerita. No puede ser ella de ninguna manera. -Déjeme verla, dijo el príncipe. -¡Pero es demasiado sucia y harapienta para que un príncipe la vea!. -¡Tráigala enseguida!. ¡Es una orden!, dijo el príncipe. Y la miró tan severamente que no tuvo más remedio que obedecer. Cenicienta había escuchado esta conversación desde la cocina y, entretanto, no había perdido el tiempo. Se había lavado, restregado y sacudido las cenizas del pelo. Al entrar, bajó modestamente la cabeza, hizo una pequeña reverencia y fue a sentarse en la silla que le ofrecía el príncipe. Se quitó el grueso zapatón de madera, extendió su gracioso piececito y se calzó con toda naturalidad el minúsculo zapato de oro. Luego alzó tímidamente la cabeza, y cuando el príncipe vio su bello rostro y se miró en sus bondadosos ojos resplandecientes, exclamó: -¡Cómo pude equivocarme!. ¡Ésta sí que es mi propia, mi verdadera y única princesita!. En ese momento se escuchó un zumbido y un rumor que parecía de alas, y nadie supo cómo, pero los harapos de Cenicienta desaparecieron y apareció vestida con sus magníficas ropas de fiesta. La madrastra y sus dos orgullosas hijas se quedaron mudas de asombro y furia. El príncipe las dejó rezongando y rechinando los dientes, y salió con Cenicienta de la mano. La alzó junto a sí sobre el caballo y ya se alejaban alegremente cuando, al pasar bajo el árbol, oyeron el arrullo de la paloma: ¡Esta sí que es la novia para ti!. La paloma bajó revoloteando a posarse en el hombro de Cenicienta, y los tres juntos: el príncipe, la princesa y su paloma mágica, cabalgaron lejos, muy lejos, hacia un delicioso castillo en un reino lejano donde vivieron muy felices el resto de sus días.
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