Era un gusto el oír, era un encanto, a un tordo gran flautista; pero tanto, que en la gaita gallega, o la pasión me ciega, o a Misón le llevaba mil ventajas.
Cuando todas las aves se hacen rajas saludando a la aurora, y la turba confusa charladora la canta sin compás y con destreza todo cuanto la viene a la cabeza, el flautista empezó: cesó el concierto los pájaros con tanto pico abierto oyeron en un tono soberano las folias, la gaita y el villano.
Al escuchar las aves tales cosas, quedaron admiradas y envidiosas. Los jilgueros, preciados de cantores, los vanos ruiseñores, unos y otros corridos, callan, entre las hojas escondidos.
Ufano el tordo grita: «Camaradas, ni saben ni sabrán estas tonadas los pájaros ociosos, sino los retirados estudiosos.
Sabed que con un hábil zapatero estudié un año entero: él dale que le das a sus zapatos, y altemando, silbábamos a ratos.
En fin, viéndome diestro, vuela al campo, me dice mi maestro, y harás ver a las aves, de mi parte, lo que gana el ingenio con el arte».