Anarda la bella tenía un amigo con quien consultaba todos sus caprichos: colores de moda, más o menos vivos, plumas, sombrerete, lunares y rizos jamás en su adorno fueron admitidos, si él no la decía: gracioso, bonito.
Cuando su hermosura, llena de atractivo, en sus verdes años tenía más brillo, traidoras la roban (ni acierto a decirlo) las negras viruelas sus gracias y hechizos.
Llegóse al espejo: éste era su amigo; y como se jacta de fiel y sencillo, lisa y llanamente la verdad la dijo.
Anarda, furiosa; casi sin sentido, le vuelve la espalda, dando mil quejidos.
Desde aquel instante cuentan que no quiso volver a consultas con el señor mío.
«Escúchame, Ánarda: si buscas amigos que te representen tus gracias y hechizos, mas que no te adviertan defectos y aún vicios, de aquellos que nadie conoce en sí mismo, dime, ¿de qué modo Podrás corregirlos?»