El general vivía en el primer piso, y el portero, en el sótano. Había una gran distancia entre las dos familias: primero las separaba toda la planta baja, y luego la categoría social.
Pero las dos moraban bajo un mismo tejado, con la misma vista a la calle y al patio, en el cual había un espacio plantado de césped, con una acacia florida, al menos en la época en que florecen las acacias. Bajo el árbol solía sentarse la emperejilada nodriza con la pequeña Emilia, la hijita del general, más emperejilado todavía. Delante de ellas bailaba, descalzo, el niño del portero. Tenía grandes ojos castaños y oscuro cabello y la niña le sonreía y le alargaba las manitas. Cuando el general contemplaba aquel espectáculo desde su ventana, inclinando la cabeza con aire complacido, decía:
-¡Charmant!
La generala, tan joven que casi habría podido pasar por hija de un primer matrimonio del militar, no se asomaba nunca a la ventana a mirar al patio, pero tenía mandado que, si bien el pequeño de «la gente del sótano» podía jugar con la niña, no le estaba permitido tocarla, y el ama cumplía al pie de la letra la orden de la señora.
El sol entraba en el primer piso y en el sótano; la acacia daba flores, que caían, y al año siguiente daba otras nuevas. Florecía el árbol, y florecía también el hijo del portero; habríais dicho un tulipán recién abierto.
La hijita del general crecía delicada y paliducha, con el color rosado de la flor de acacia. Ahora bajaba raramente al patio; salía a tomar el aire en el coche, con su mamá, y siempre que pasaba saludaba con la cabeza al pequeño Jorge del portero. Al principio le dirigía incluso besos con la mano, hasta que su madre le dijo que era demasiado mayor para hacerlo.
Una mañana subió el mocito a llevar al general las cartas y los periódicos que habían dejado en la portería. Mientras estaba en la escalera oyó un leve ruido en el cuarto donde guardaban la arena blanca empleada para la limpieza de los suelos. Pensando que sería un pollito allí encerrado, abrió la puerta y se encontró ante la hijita del general, vestida de gasas y encajes.
-Todo está ardiendo -respondió ella-. ¡Llamas y llamas!
Jorge abrió la puerta de la habitación de la niña. La cortina de la ventana estaba casi completamente quemada, y el barrote ardía. El niño lo hizo caer de un salto y pidiendo socorro a gritos. De no haber sido por él, la casa entera se hubiera incendiado.