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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       El hijo del portero. (10)
         
      

    Organizaron otro en casa en honor de la señorita Emilia. ¿Sería correcto invitar a don Jorge?

    -Cuando el Rey invita, también puede hacerlo el general -dijo éste, creciéndose lo menos una pulgada.

    Invitaron a don Jorge, y éste acudió; y acudieron príncipes y condes, y cada uno bailaba mejor que el anterior. Pero Emilia sólo bailó el primer baile; le dolía un pie, no es que fuera una cosa de cuidado, pero tenía que ser prudente, renunciar a bailar y limitarse a mirar a los demás. Y se estuvo sentada, mirando, con el arquitecto a su lado.

    -Parece usted dispuesto a darle la basílica de San Pedro toda entera -dijo el general, pasando ante ellos con una sonrisa, muy complacido de sí mismo.

    Con la misma sonrisa complaciente recibió a don Jorge unos días más tarde. Probablemente el joven venía a dar las gracias por la invitación al baile. ¿Qué otra cosa, si no? Pero, no: era otra cosa.

    La más sorprendente, la más extravagante que cupiera imaginar: de sus labios salieron palabras de locura; el general no podía prestar crédito a sus oídos. «¡Inconcebible!», una petición completamente absurda: don Jorge solicitaba la mano de Emilita.

    -¡Señor mío! -exclamó el general, poniéndose colorado como un cangrejo.

    No lo comprendo en absoluto. ¿Qué dice usted? ¿Qué quiere? No lo conozco. ¿Cómo ha podido ocurrírsele venir a mi casa con esta embajada? No sé si debo quedarme o retirarme y andando de espaldas, se fue a su dormitorio y lo cerró con llave, dejando solo a Jorge. Éste aguardó unos minutos y luego se retiró.

    En el pasillo estaba Emilia.

    -¿Qué contestó mi padre? -dijo con voz temblorosa.

    Jorge le estrechó la mano.

    -Me dejó plantado. ¡Otro día estaré de mejor suerte!

    Las lágrimas asomaron a los ojos de Emilia. En los del joven brillaban la confianza y el ánimo; el sol brilló sobre los dos, enviándoles su bendición.

    Entretanto el general seguía en su habitación, fuera de sí por la ira. Su rabia le hacía desatarse en improperios:

    -¡Qué monstruosa locura! ¡Qué desvaríos de portero!.

    Menos de una hora después, la generala había oído la escena de boca de su marido. Llamó a Emilia a solas.

    -¡Pobre criatura! ¡Ofenderte de este modo! ¡Ofendernos a todos!

    Veo lágrimas en tus ojos, pero te favorecen.

      

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    Hans Christian Andersen

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