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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       El hijo del portero. (9)
         
      

    En la mesa, Jorge se sentó a la derecha de Emilia; el general había entrado del brazo de ella, mientras el conde lo daba a la generala.

    Don Jorge habló y contó, y lo hizo bien; él fue quien ayudado por el anciano conde, animó la mesa con sus relatos y su ingenio. Emilia callaba, atento el oído, la mirada brillante. Pero no dijo nada.

    Ella y Jorge se reunieron en la terraza, entre las flores; un rosal los ocultaba. De nuevo Jorge tenía la palabra; fue el primero en hablar.

    -Gracias por su amable conducta con mi anciana madre -le dijo-. Sé que la noche en que falleció mi padre, usted bajó a su casa y permaneció a su lado hasta que se cerraron sus ojos. ¡Gracias!

    Y cogiendo la mano de Emilia, la besó; bien podía hacerlo en aquella ocasión. Un vivo rubor cubrió las mejillas de la muchacha, que le respondió apretándole la mano y mirándole con sus expresivos ojos azules.

    -Su madre es tan buena persona... ¡Cómo lo quiere! Me dejaba leer todas sus cartas; creo que lo conozco bien. ¡Qué bueno fue usted conmigo cuando yo era niña! Me daba dibujos...

    -Que usted rompía -interrumpió Jorge.

    -No, conservo aún una obra suya, en mi palacio.

    -Ahora voy a construirlos de verdad -dijo Jorge, entusiasmándose con sus propias palabras.

    El general y la generala discutían en su habitación acerca del hijo del portero, y convenían en que sabía moverse y expresarse.

    -Podría ser preceptor - dijo el general.

    -Tiene ingenio -se limitó a observar la generala.


    * * *


    Durante los dulces días de verano, don Jorge iba con frecuencia al palacio del conde. Lo echaban de menos si no lo hacía.

    -Cuántos dones le ha hecho Dios, con preferencia a nosotros, pobres mortales -le decía Emilia.

    -¿No le está muy agradecido?

    A Jorge le halagaba oír aquellas alabanzas de labios de la hermosa muchacha, en quien encontraba altísimas aptitudes.

    El general estaba cada vez más persuadido de la imposibilidad de que Jorge hubiese nacido en un sótano.

    -Por otra parte, la madre era una excelente mujer -decía-. He de reconocerlo, aunque sea sobre su tumba.

    Pasó el verano, llegó el invierno y nuevamente se habló de don Jorge. Era bien visto, y se le recibía en los lugares más encumbrados; el general hasta se encontró con él en un baile de la Corte.

      

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    Hans Christian Andersen

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