-Pero el nombre de Pedro se conservó durante año y medio -dijo el padre. «¡Tonto!», pensó el instrumento; pero se limitó a decir: ¡Ran, ran, ranpataplán! El rapazuelo pelirrojo era un chiquillo rebosante de vida y alegría. Tenía una hermosa voz, sabía cantar, y lo hacía como los pájaros del bosque. Eran melodías, y, sin embargo, no lo eran. -Tendrá que ser monaguillo -decía la madre-. Cantará en la iglesia, debajo de aquellos hermosos ángeles dorados a los que se parece. -Gato color de fuego -decían los maliciosos de la ciudad. El tambor se lo oyó a las comadres de la vecindad. -¡No vayas a casa, Pedro! -gritaban los golfillos callejeros Si duermes en la buhardilla, se pegará fuego en el piso alto y tu padre tendrá que batir el tambor. -¡Pero antes me dejará las baquetas! -replicaba Pedro, y, a pesar de ser pequeño, arremetía valientemente contra ellos y tumbaba al primero de un puñetazo en el estómago, mientras los otros ponían pies en polvorosa. El músico de la ciudad era un hombre fino y distinguido, hijo de un tesorero real. Le gustaba el aspecto de Pedro, y alguna vez que otra se lo llevaba a su casa; le regaló un violín y le enseñó a tocarlo. El niño tenía gran disposición; la habilidad de sus dedos parecía indicar que iba a ser algo más que tambor, que sería músico municipal. -Quiero ser soldado -decía, sin embargo. Era todavía un chiquillo, y creía que lo mejor del mundo era llevar fusil, marcar el paso, «¡un, dos, un, dos!», y lucir uniforme y sable. -Pues tendrás que aprender a obedecer a mi llamada -decía el tambor-. ¡Plan, plan, rataplán! -Eso estaría bien, si pudieses ascender hasta general -decía el padre-. Mas para eso hace falta que haya guerra. -¡Dios nos guarde! -exclamaba la madre. -Nada tenemos que perder -replicaba el hombre. -¿Cómo que no? ¿Y nuestro hijo? -Mas piensa que puede volver convertido en general. -¡Sin brazos ni piernas! -respondía la madre-. No, yo quiero guardar mi tesoro dorado. ¡Ran, ran, ran!, se pusieron a redoblar los tambores. Había estallado la guerra. Los soldados partieron, y el pequeño con ellos. -¡Mi cabecita de oro! ¡Tesoro dorado! -lloraba la madre. En su imaginación, el padre se lo veía «famoso». En cuanto al músico, opinaba que en vez de ir a la guerra debía haberse quedado con los músicos municipales.
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