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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       El tesoro dorado. (3)
         
      

    -¡Pelirrojo! -lo llamaban los soldados, y Pedro se reía; pero si a alguno se le ocurría llamarle «Piel de zorro», el chico apretaba los dientes y ponía cara de enfado. El primer mote no le molestaba.

    Despierto era el mozuelo, de genio resuelto y humor alegre.

    -Ésta es la mejor cantimplora - decían los veteranos.

    Más de una noche hubo de dormir al raso, bajo la lluvia y el mal tiempo, calado hasta los huesos, pero nunca perdió el buen humor. Aporreaba el tambor tocando diana: «¡Ran, ran, tan, pataplán! ¡A levantarse!». Realmente había nacido para tambor.

    Amaneció el día de la batalla. El sol no había salido aún, pero ya despuntaba el alba. El aire era frío; el combate, ardiente. La atmósfera estaba empañada por la niebla, pero más aún por los vapores de la pólvora. Las balas y granadas pasaban volando por encima de las cabezas o se metían en ellas o en los troncos y miembros, pero el avance seguía. Alguno que otro caía de rodillas, las sienes ensangrentadas, la cara lívida. El tamborcito conservaba todavía sus colores sanos; hasta entonces estaba sin un rasguño. Miraba, siempre con la misma cara alegre, el perro del regimiento, que saltaba contento delante de él, como si todo aquello fuese pura broma, como si las balas cayeran sólo para jugar con ellas. «¡Marchen! ¡De frente!», decía la consigna del tambor. Tal era la orden que le daban.

    Sin embargo, puede suceder que la orden sea de retirada, y a veces esto es lo más prudente, y, en efecto, le ordenaron: «¡Retirada!»; pero el tambor no comprendió la orden y tocó: «Adelante, al ataque!» Así lo había entendido, y los soldados obedecieron a la llamada del parche. Fue un famoso redoble, un redoble que dio la victoria a quienes estaban a punto de ceder.

    Fue una batalla encarnizada y que costó muy cara. La granada desgarra la carne en sangrantes pedazos, incendia los pajares en los que ha buscado refugio el herido, donde permanecerá horas y horas sin auxilio, abandonado tal vez hasta la muerte. De nada sirve pensar en todo ello, y, no obstante, uno lo piensa, incluso cuando se halla lejos, en la pequeña ciudad apacible. En ella cavilaban el viejo tambor y su esposa. Pedro estaba en la guerra.

    -¡Ya estoy harto de gemidos! -decía el hombre.

    Se trabó una nueva batalla; el sol no había salido aún, pero amanecía. El tambor y su mujer dormían; se habían pasado casi toda la noche en vela, hablando del hijo, que estaba allí -«en manos de Dios »-. Y el padre soñó que la guerra había terminado, los soldados regresaban, y Pedro ostentaba en el pecho la cruz de plata. En cambio, la madre soñaba que iba a la iglesia y contemplaba los cuadros y los ángeles de talla, con su cabello dorado; y he aquí que su hijo querido, el tesoro de su corazón, estaba entre los ángeles vestido de blanco, cantando tan maravillosamente como sólo los ángeles pueden hacerlo, mientras se elevaba al cielo con ellos y, envuelto en el resplandor del sol, enviaba un dulce saludo a su madre.

      

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    Hans Christian Andersen

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