Aunque lo llamaban Rey del pantano, a nosotros nos parece más apropiado decir Rey de la ciénaga, que era el título que le daban las cigüeñas. De su modo de gobernar muy poco se sabía, y tal vez sea mejor así. En las proximidades del pantano, junto al fiordo de Lim, se alzaba la casa de madera del vikingo, con bodega de mampostería, torre y tres pisos. En el tejado, la cigüeña había establecido su nido, donde la madre empollaba tranquilamente sus huevos, segura de que los pequeños saldrían con toda felicidad. Un anochecer, el padre llegó a casa más tarde que de costumbre, desgreñado y con las plumas erizadas. Venía muy excitado. -Tengo que contarte algo espantoso -dijo a su esposa. -¡No me lo cuentes! -replicó ella-. Piensa que estoy incubando. A lo mejor recibo un susto, y los huevos lo pagarían. -Pues tienes que saberlo -insistió el padre-. Ha llegado la hija de aquel rey de Egipto que nos da hospedaje. Se ha arriesgado a emprender este largo viaje, y ahora está perdida. -¿Cómo? ¿La de la familia de las hadas? ¡Cuéntame, deprisa! Ya sabes que no puedo sufrir que me hagan esperar cuando estoy empollando. -Pues la niña ha dado fe a lo que dijo el doctor y que tú misma me explicaste. Que la flor de este pantano podía curar a su padre enfermo, y por eso se vino volando en vestido de plumas, acompañada de las otras dos princesas, vestidas igual, que todos los años vienen al Norte para bañarse y rejuvenecerse. Ha llegado y está perdida. -Cuentas con tanta parsimonia -dijo la madre cigüeña-, que los huevos se enfriarán. Estoy impaciente y no puedo soportarlo. -He aquí lo que he visto -prosiguió el padre-. Cuando me hallaba esta tarde en el cañaveral, donde el suelo es bastante firme para sostenerme, llegaron de pronto tres cisnes. En su aleteo había algo que me hizo pensar: «Cuidado, ésos no son cisnes de verdad; de cisnes sólo tienen las plumas». En estas cosas, a nosotros no nos la pegan. Tú lo sabes tan bien como yo. -Desde luego -respondió ella-. Pero háblame de una vez de la princesa. ¡Dale que dale con los cisnes y sus plumas! -Como sabes muy bien, en el centro del cenagal hay una especie de lago -prosiguió la cigüeña padre-. Si te levantas un poquitín, podrás ver un rincón de él. Allí, en el suelo pantanoso y junto al cañaveral, crece un aliso. Los tres cisnes se posaron en él y miraron a su alrededor aleteando. Uno de ellos se quitó la piel que lo cubría, y entonces reconocí a la princesa de nuestra casa de Egipto. Se sentó, sin más vestido que su larga y negra cabellera.
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