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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       La hija del rey del pantano. (27)
         
      

    Se reflejó en su mirada un brillo inusitado, pero en el mismo momento un fuerte ruido, procedente del patio, la arrancó a sus imaginaciones. Vio dos enormes avestruces que describían rápidamente estrechos círculos. Nunca hasta entonces había visto aquel animal, aquella ave tan torpe y pesada. Parecía tener las alas recortadas, como si alguien le hubiera hecho algún daño. Preguntó qué le había sucedido.

    Por primera vez oyó la leyenda que los egipcios cuentan acerca del avestruz.

    En otros tiempos, su especie había sido hermosa y de vuelo grandioso y potente. Un anochecer, las poderosas aves del bosque le preguntaron:

    -Hermano, mañana, si Dios quiere nos podríamos ir a beber al río.

    El avestruz respondió:

    -Yo lo quiero.

    Al amanecer emprendieron el vuelo. Al principio se remontaron mucho, hacia el sol, que es el ojo de Dios. El avestruz iba en cabeza de las demás, dirigiéndose orgullosa hacia la luz en línea recta, fiando en su propia fuerza y no en quien se la diera. No dijo «si Dios quiere». He aquí que el ángel de la justicia descorrió el velo que cubre el flamígero astro, y en el mismo momento se quemaron las alas del ave, la cual se desplomó miserablemente. Jamás ha recuperado la facultad de elevarse. Aterrorizada, emprende la fuga, describiendo estrechos círculos en un radio limitado, lo cual es una advertencia para nosotros, los humanos, que, en todos nuestros pensamientos y en todos nuestros proyectos, nunca debemos olvidarnos de decir: «Si Dios quiere».

    Helga agachó la cabeza, pensativa. Consideró el avestruz, vio su angustia y su estúpida alegría al distinguir su propia y enorme sombra proyectada por el sol sobre la blanca pared. El fervor arraigó profundamente en su corazón y en su alma. Había alcanzado una vida plena y feliz: ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué le esperaba? Lo mejor: si Dios quiere.

    En los primeros días de primavera, cuando las cigüeñas reemprendían nuevamente el vuelo hacia el Norte, Helga se sacó el brazalete de oro, grabó en él su nombre y, haciendo seña a la cigüeña padre, le puso el precioso aro alrededor del cuello y le rogó que lo llevase a la mujer del vikingo, la cual vería de este modo que su hija adoptiva vivía, era feliz y la recordaba con afecto.

    «Es muy pesado», pensó la cigüeña al sentir en el cuello la carga del anillo. «Pero el oro y el honor son cosas que no deben tirarse a la carretera. Allá arriba no tendrán más remedio que reconocer que la cigüeña trae la suerte».

    -Tú pones oro y yo pongo huevos -dijo la madre-; sólo que tú lo haces una sola vez y yo todos los años. Pero ni a ti ni a mí se nos agradece.

      

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