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No obstante, ella le había conseguido un puesto. El hombre deseaba ver la comedia «del revés», tales habían sido sus palabras, muy propias de él, como decía la tía. Vio «El Juicio de Salomón» desde arriba y se durmió como si viniera de un gran banquete y hubiera brindado de lo lindo. Se quedó, pues, dormido y encerrado, y se pasó la noche durmiendo en el teatro. Luego explicó sus experiencias, pero la tía se negó a creerlo. Según dijo, una vez terminado «El Juicio de Salomón», cuando todas las luces estaban apagadas y el público se había marchado, entonces empezó la verdadera comedia, el sainete, que fue lo mejor de la velada. ¡Cómo se animó todo! No era ya el «Juicio de Salomón» lo que se representaba, sino el «Juicio final». Y el agente Fabs tuvo la frescura de pretender que la tía se tragase aquello; ésas fueron las gracias por haberle procurado una entrada gratis. Lo que contó el agente tenía su gracia, pero enturbiada por un fondo de malicia y de burla. -Desde arriba todo se veía oscuro -dijo el agente-. Pero luego empezó el hechizo, la gran representación: «El Juicio final en escena». Los acomodadores se presentaron en las puertas, y todos los espectadores hubieron de exhibir su certificado de conducta, a la vista del cual se decidía si entrarían con las manos libres o atadas, con mordaza o sin ella. Los caballeros y damas que llegaban una vez empezada la función, así como los jóvenes que nunca sabían ser puntuales, fueron atados fuera de la sala y se les pusieron zapatillas de fieltro; con ellas y con una mordaza se les permitiría entrar antes de que comenzase el siguiente acto. Y entonces se representa el Juicio final. -¡Pura bellaquería! -dijo la tía-. Que Dios no se la tome en cuenta. El pintor, si quería subir al cielo, tenía que subir por una escalera pintada por él mismo y en la que no se sostenía un pie humano. Era un pecado contra la perspectiva. Todos los edificios y plantas que el tramoyista había situado con gran sudor y esfuerzo en países que no les correspondían, hubo de trasladarlos el pobre hombre a los lugares debidos, y eso antes de que cantara el gallo, si quería entrar en el cielo. Mejor haría el señor Fabs en preocuparse de que lo dejaran entrar a él, en lugar de contar tantos chismes de los personajes de la tragedia y de la comedia, del canto y del baile. No era digno de ir al telar, y la tía no repetiría nunca sus palabras. Fabs decía que lo había anotado todo, pero que no lo imprimirían hasta que estuviese muerto y enterrado, pues no quería que lo desollaran vivo. Una sola vez pasó la tía un gran miedo y angustia en su templo de la bienaventuranza. Fue un día de invierno, uno de esos días en que no hay más que dos horas de luz bajo el cielo gris.
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