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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       La Virgen de los Ventisqueros. (8)
         
      

    A sus pies se extendía un inmenso mar de nieve con sus olas inmóviles, cuyos copos desprendidos se llevaba el viento, lo mismo que se lleva la espuma de las olas del mar. Podría decirse que un glaciar da la mano a otro; cada uno es un palacio de cristal de la Virgen de los Ventisqueros, aquella virgen que se complace en apresar y sepultar. El sol quemaba, y la nieve deslumbrante parecía sembrada de un azulado polvo de diamantes.

    Innúmeros insectos, principalmente mariposas y abejas, yacían muertas sobre la nieve, en verdaderas masas; habían osado remontarse a excesiva altura, o bien habían sido arrastrados hasta allí por el viento, y habían sucumbido víctimas del intenso frío. Rodeaba al Wetterhorn una nube amenazadora, semejante a un mechón de negra lana, que se hinchaba por momentos y descendía pesadamente: era la precursora del terrible «föhn», el viento que abate todo lo que encuentra por delante. Cuando estallase, pondría de manifiesto su fuerza destructora. Pero Rudi no pensaba en ello: su memoria estaba ocupada por las incidencias del viaje, el campamento donde pernoctaron, el camino del siguiente día, las profundas grietas abiertas por el agua desde mucho atrás en los duros bloques de hielo.

    Una construcción de piedra, abandonada, que se alzaba en el lado opuesto del mar de nieve, les ofreció un cobijo seguro para la noche. En ella encontraron carbón y ramas de abeto; pronto ardió un buen fuego, y los hombres se sentaron junto a la hoguera, fumando sus pipas y reparando las fuerzas con una bebida caliente y picante que prepararon. Rudi recibió la ración que le correspondía. La conversación giró en torno a la misteriosa naturaleza de las tierras alpinas, de las gigantescas serpientes que pueblan los profundos lagos, de las apariciones nocturnas, los fantasmas que arrebatan a un hombre dormido y lo llevan por el aire, hasta la ciudad de Venecia, que flota milagrosamente sobre el agua; del pastor salvaje que conduce sus negras ovejas a pastar en las cumbres más altas. Nadie lo había visto, es verdad, pero sí se había oído el son de sus cencerros, el lúgubre balar de su rebaño. Rudi escuchaba lleno de curiosidad, pero sin temor alguno, pues no lo conocía; y mientras escuchaba le parecía percibir aquel bramar hueco y fantasmal. Sí, se oía cada vez más fuerte y distinto, los hombres lo oían también; interrumpieron la charla y recomendaron a Rudi que no se durmiese.

    Era el «föhn», que se acercaba por momentos, el terrible viento tempestuoso que de las montañas se precipita a los valles, arrancando a su paso los árboles cual si fuesen débiles cañas, y transporta las casas de una orilla del río a la opuesta, como nosotros movemos las piezas en un tablero de ajedrez.

    Hasta una hora más tarde no dijeron a Rudi que había pasado el peligro y podía echarse a dormir, y el chiquillo, fatigado de la jornada, se quedó dormido inmediatamente.

      

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    Hans Christian Andersen

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