-¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?. -Sí, la dijo el marido; si vivimos siempre aquí, seremos muy felices. -Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer. Después comieron y se acostaron. Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer: -¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es preciso que nos dé un palacio. -¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos serviría vivir en un palacio?. -Ve, dijo la mujer, el barbo puede muy bien hacerlo. -No, mujer, replicó el marido, el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero volver, temería importunarle. -Ve, insistió la mujer, puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te digo. El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se decía: -No me parece bien, -pero obedeció sin embargo. Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro, pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera; sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo: Tararira ondino, tararira ondino, hermoso pescado, pequeño vecino, mi pobre Isabel grita y se enfurece, es preciso darla lo que se merece. -¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo. -¡Ah! -contestó el marido medio turbado, quiere habitar un palacio grande de piedra. -Vete, replicó el barbo, la encontrarás a la puerta. Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, iba a entrar dentro; le cogió de la mano y le dijo: - Entra conmigo. - La siguió. Tenía el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los techos millares de arañas de cristal, y había alfombras en todas las salas y piezas; las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos, hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de lo menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera apetecer.
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