-¡Ah, mujer! -replicó el marido, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle eso. -¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tú eres mi marido!. Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo. Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador?. Es pedir demasiado y el barbo se cansará. Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo: Tararira ondino, tararira ondino, hermoso pescado, pequeño vecino, mi pobre Isabel grita y se enfurece, es preciso darla lo que se merece. -¿Y qué quiere? -dijo el barbo. -¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz. -Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante. Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar. Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo: -Mujer, ya eres emperatriz. -Sí, le contestó, ya soy emperatriz. Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento: -¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz! Pero permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra. Al fin exclamó el marido: -¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz!. ¿Qué más puedes desear?. -Veamos, contestó la mujer. Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más. El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol.
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