-¡Ah! -pensó; ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna?. Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; quiero ser semejante a Dios!. El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó: -¡Ah, mujer! ¿Qué dices?. -Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar salir. Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que sintió bañarse todo su cuerpo de un sudor frío. -Ve al instante, quiero ser semejante a Dios. -¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies; el barbo no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz. Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando: -No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante. El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato. Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo sus propias palabras: Tararira ondino, tararira ondino, hermoso pescado, pequeño vecino, mi pobre Isabel grita y se enfurece, es preciso darla lo que se merece. -¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo. -¡Ah, contestó, quiere ser semejante a Dios! -Vuelve y la encontrarás en la choza. Y a estas horas viven allí todavía.
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