- Mamá - prosiguió la niña -, ¿no podrías darle también una al hermanito?. La mujer hizo un gesto de mal humor, pero respondió: - Sí, cuando vuelva de la escuela. Y he aquí que cuando lo vio venir desde la ventana, como si en aquel mismo momento hubiese entrado en su alma el demonio, quitando a la niña la manzana que le diera, le dijo: - ¡No vas a tenerla tú antes que tu hermano!. Y volviendo el fruto al arca, la cerró. Al llegar el niño a la puerta, el maligno le inspiró que lo acogiese cariñosamente: - Hijo mío, ¿te apetecería una manzana? - preguntó al pequeño, mirándolo con ojos coléricos. - Mamá - respondió el niño, - ¡pones una cara que me asusta! ¡Sí, quiero una manzana!. Y la voz interior del demonio le hizo decir: - Ven conmigo - y, levantando la tapa de la caja: - agárralo tú mismo. Y al inclinarse el pequeño, volvió a tentarla el diablo. De un golpe brusco cerró el arca con tanta violencia, que cortó en redondo la cabeza del niño, la cual cayó entre las manzanas. En el mismo instante sintió la mujer una gran angustia y pensó: “¡Ojalá no lo hubiese hecho!”. Bajó a su habitación y sacó de la cómoda un paño blanco; colocó nuevamente la cabeza sobre el cuello, le ató el paño a modo de bufanda, de manera que no se notara la herida, y sentó al niño muerto en una silla delante de la puerta, con una manzana en la mano. Mas tarde, Marlenita entró en la cocina, en busca de su madre. Ésta estaba junto al fuego y agitaba el agua hirviendo que tenía en un puchero. - Mamá - dijo la niña, - el hermanito está sentado delante de la puerta; está todo blanco y tiene una manzana en la mano. Le he pedido que me la dé, pero no me responde. ¡Me ha dado mucho miedo!. - Vuelve – le dijo la madre, - y si tampoco te contesta, le pegas un coscorrón. Y salió Marlenita y dijo: - ¡Hermano, dame la manzana!. Pero al seguir, él callado, la niña le pegó un golpe en la cabeza, la cual, se desprendió, y cayó al suelo. La chiquita se asustó terriblemente y rompió a llorar y gritar. Corrió al lado de su madre y exclamó: - ¡Ay mamá!. ¡He cortado la cabeza a mi hermano!, - y lloraba desconsoladamente. - ¡Marlenita! - exclamó la madre. ¿Qué has hecho?. Pero cállate, que nadie lo sepa. Como esto ya no tiene remedio, lo cocinaremos en estofado. Y, tomando el cuerpo del niño, lo cortó a pedazos, lo echó en la olla y lo coció. Mientras, Marlenita no hacía sino llorar y más llorar, y tantas lágrimas cayeron al puchero, que no hubo necesidad de echarle sal. Al llegar el padre a casa, se sentó a la mesa y preguntó: - ¿Dónde está mi hijo?.
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