Su mujer le sirvió una gran fuente, muy grande, de carne con salsa negra, mientras Marlenita seguía llorando sin poder contenerse. Repitió el hombre: - ¿Dónde está mi hijo?. - ¡Ay! - dijo la mujer -, se ha marchado a casa de los parientes de su madre; quiere pasar una temporada con ellos. - ¿Y qué va a hacer allí?. Por lo menos podría haberse despedido de mí. - ¡Estaba tan impaciente!. Me pidió que lo dejase quedarse allí seis semanas. Lo cuidarán bien; está en buenas manos. - ¡Ay! - exclamó el padre. Esto me disgusta mucho. Ha obrado mal; siquiera podía haberme dicho adiós. Y empezó a comer; dirigiéndose a la niña, dijo: - Marlenita, ¿por qué lloras?. Ya volverá tu hermano. ¡Mujer! - prosiguió, - ¡qué buena está hoy la comida!. Sírveme más. Y cuanto más comía, más deliciosa la encontraba. - Ponme más - insistía, - no quiero que quede nada; me parece como si todo esto fuese mío. Y seguía comiendo, tirando los huesos debajo de la mesa, hasta que ya no quedó ni pizca. Pero Marlenita, yendo a su cómoda, sacó del cajón inferior su pañuelo de seda más bonito, envolvió en él los huesos que recogió de debajo de la mesa y se los llevó fuera, llorando lágrimas de sangre. Los depositó allí entre la hierba, debajo del enebro, y cuando lo hizo todo, sintió de pronto un gran alivio y dejó de llorar. Entonces el enebro empezó a moverse, y sus ramas a juntarse y separarse como cuando una persona, sintiéndose contenta de corazón, junta las manos dando palmadas. Se formó una especie de niebla que rodeó el arbolito, y en el medio de la niebla apareció de pronto una llama, de la cual salió volando un hermoso pajarito, que se elevó en el aire a gran altura, cantando melodiosamente. Y cuando había desaparecido, el enebro volvió a quedarse como antes; pero el paño con los huesos se había esfumado. Marlenita sintió en su alma una paz y gran alegría, como si su hermanito viviese aún. Entró nuevamente en la casa, se sentó a la mesa y comió su comida. Pero el pájaro siguió volando, hasta llegar a la casa de un orfebre, donde se detuvo y se puso a cantar: “Mi madre me mató, mi padre me comió, y mi buena hermanita mis huesecitos guardó, Los guardó en un pañito de seda, ¡muy bonito!, y al pie del enebro los enterró. Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarito soy yo!”. El orfebre estaba en su taller haciendo una cadena de oro, y al oír el canto del pájaro que se había posado en su tejado, le pareció que nunca había oído nada tan hermoso.
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