Replicó Federico: - “¡Catalinita, no debiste hacer eso!. ¡Dejas que te roben la salchicha, que la cerveza se pierda, y aun echas a perder nuestra harina!”. - “¡Tienes razón, Federiquito, pero yo no lo sabía! Debiste avisármelo”. Pensó el hombre: Con una mujer así, habrá que ser más previsor. Tenía ahorrada una bonita suma de ducados; los cambió en oro y dijo a Catalinita: - “Mira, eso son chapitas amarillas; las meteré en una olla y las enterraré en el establo, bajo el pesebre de las vacas. Guárdate muy bien de tocarlas, pues, de lo contrario, lo vas a pasar mal.” Respondió ella: - “No, Federiquito, puedes estar seguro de que no las tocaré.” Mas he aquí que cuando Federico se hubo marchado, se presentaron unos buhoneros que vendían escudillas y cacharros de barro, y preguntaron a la joven si necesitaba algunas de sus mercancías. - “¡Oh, buena gente!” dijo Catalinita, “no tengo dinero y nada puedo comprar; pero si quisieseis cobrar en chapitas amarillas, sí que os compraría algo.” - “Chapitas amarillas, ¿por qué no?. Deja que las veamos.” - “Bajad al establo y buscad debajo del pesebre de las vacas; las encontraréis allí; yo no puedo tocarlas.” Los buhoneros fueron al establo y, removiendo la tierra, encontraron el oro puro. Cargaron con él y pusieron pies en polvorosa, dejando en la casa su carga de cacharros. Catalinita pensó que debía utilizar aquella alfarería nueva para algo; pero como en la cocina no hacía ninguna falta, rompió el fondo de cada una de las piezas y las colocó todas como adorno en los extremos de las estacas del vallado que rodeaba la casa. Al llegar Federico, sorprendido por aquella nueva ornamentación, dijo: - “Catalinita, ¿qué has hecho?”. - “Lo he comprado, Federiquito, con las chapitas amarillas que guardaste bajo el pesebre de las vacas. Yo no fui a buscarlas; tuvieron que bajar los mismos buhoneros.” - “¡Dios mío!” exclamó Federico, “¡buena la has hecho, mujer!. Si no eran chapitas, sino piezas de oro puro; ¡toda nuestra fortuna!. ¿Cómo hiciste semejante disparate?”. - “Yo no lo sabía, Federiquito. ¿Por qué no me advertiste?”. Catalinita se quedó un rato pensativa y luego dijo: - “Oye, Federiquito, recuperaremos el oro; salgamos detrás de los ladrones.” - “Bueno,” respondió Federico, “lo intentaremos; llévate pan y queso para que tengamos algo para comer en el camino.” - “Sí, Federiquito, lo llevaré.” Partieron, y, como Federico era más ligero de piernas, Catalinita iba rezagada. Mejor, pensó, así cuando regresemos tendré menos que andar. Llegaron a una montaña en la que, a ambos lados del camino, discurrían unas profundas roderas.
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