Y resultó que el hijo del Rey del país donde había ido a parar, era precisamente el enamorado de la doncella Maleen. Su padre le había destinado otra novia, tan fea de cara como perversa de corazón. Estaba fijado el día de la boda, y la prometida había llegado ya. Sabedora, empero, de su extrema fealdad, se mantenía alejada de todo el mundo, encerrada en su aposento, y la doncella Maleen le servía la comida. Al llegar el día en que hubo de presentarse en la iglesia con su novio, avergonzóse de su fealdad y temiendo que, si se exhibía en la calle, la gente se burlaría de ella, dijo a Maleen: - Te deparo una gran suerte. Me he dislocado un pie y no puedo andar bien por la calle; así, tu te pondrás mis vestidos y ocuparás mi lugar. Jamás pudiste esperar tal honor. Pero la doncella se negó, diciendo: - No quiero honores que no me correspondan. Fue también inútil que le ofreciese dinero; hasta que, al fin, le dijo, iracunda: - Si no me obedeces, te costará la vida. Sólo he de pronunciar una palabra, y caerá tu cabeza. Y, así, la princesa no tuvo más remedio que ceder y ponerse los magníficos vestidos y atavíos de la novia. Al presentarse en el salón real, todos los presentes se asombraron de su hermosura, y el Rey dijo a su hijo: - Ésta es la prometida que he elegido para ti y que has de llevar a la iglesia. Sorprendióse el novio, pensando: «Se parece a mi princesa Maleen. Diría que es ella misma. Mas no puede ser. Habrá muerto o continuará encerrada en la torre». Tomándola de la mano, la condujo a la iglesia y, encontrando en el camino una mata de ortigas, dijo ella: «Mata de ortigas. mata de ortigas pequeñita, ¿qué haces tan solita? Cuántas veces te comí, sin cocerte ni salarte, ¡desdichada de mí!». - ¿Qué dices?, preguntó el príncipe. - Nada, respondió ella, sólo pensaba en la doncella Maleen. Admiróse él al ver que la conocía, pero no replicó. Al subir los peldaños de la iglesia, dijo ella: «Escalón del templo, no te rompas, yo no soy la novia verdadera». - ¿Qué estás diciendo?, preguntó otra vez el príncipe. -Nada, respondió la muchacha; sólo pensaba en la doncella Maleen. - ¿Acaso conoces a la doncella Maleen?. - No, repuso ella. ¿Cómo iba a conocerla?. Pero he oído hablar de ella. Y, al entrar en la iglesia, volvió a decir: «Puerta del templo, no te quiebres, yo no soy la novia verdadera».
|