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El general y la generala interrogaron a Emilita. -Sólo cogí una cerilla -dijo la niña-; prendió enseguida, y la cortina también. Escupí para apagar el fuego, escupí cuanto pude, pero no tenía bastante saliva, y entonces salí corriendo de la habitación, pues pensé que mis papás se enfadarían. -¡Escupir! -dijo el general-, ¿Qué palabrota es esa? ¿Cuándo la oíste a tu papá o a tu mamá? La aprendería ahí abajo. A Jorgito, empero, le dieron una moneda de cuatro chelines, que no fue a parar a la pastelería, no, sino a la hucha. Y pronto hubo en ella los chelines suficientes para comprar una caja de lápices de colores, con los cuales pudo iluminar sus numerosos dibujos. Éstos fluían materialmente de los lápices y los dedos. Los primeros los regaló a Emilita. -¡Charmant! -exclamó el general. Hasta la generala admitió que se veía perfectamente la idea del chiquillo. “Tiene talento”. Estas palabras fueron comunicadas, para su satisfacción, a la mujer del portero. El general y su esposa eran personas de la nobleza; tenían sus escudos de armas, cada cual el propio, en la portezuela del coche. La señora había hecho bordar el suyo en todas sus piezas de tela, tanto exteriores como interiores, así como en su gorro de dormir y en el bolso de cama. Era un escudo precioso, y sus buenos florines había costado a su padre, pues no había nacido con él, ni ella tampoco. Había venido al mundo demasiado pronto, siete años antes que el blasón. La mayoría de las personas lo recordaban; sólo la familia lo había olvidado. El escudo del general era antiguo y de gran tamaño; llevarlo encima habría sido como para que rechinaran los huesos, y ahora se le había añadido otro. Y a la señora generala parecía que se le oyeran rechinar los huesos cuando se dirigía en su carroza al baile de la Corte, toda tiesa y envarada. El general era ya viejo y de cabello entrecano, pero montado en su caballo, hacía aún buena figura. Como estaba convencido de ello, salía todos los días a caballo, con su ordenanza a la distancia conveniente. Cuando entraba en una reunión parecía también hacerlo a caballo, y tenía tantas condecoraciones, que resultaba casi increíble. Pero, ¿qué iba a hacerle? Había entrado muy joven en la carrera militar, y había participado en muchas maniobras, todas en otoño y en tiempo de paz. De aquellos tiempos recordaba una anécdota, la única que sabía contar. Su suboficial cortó una vez la retirada a un príncipe, haciéndolo prisionero, por lo que éste hubo de entrar en la ciudad en calidad de cautivo, junto con un grupo de soldados, detrás del general. Había sido un acontecimiento inolvidable, que el general narraba año tras año con regularidad, repitiendo siempre las memorables palabras que habla pronunciado al restituir el sable al príncipe: «Sólo un suboficial pudo hacer prisionero a Su Alteza; yo nunca».
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