Pedro se volvió pálido, y cayó desplomado en la silla. -¡Dios santo! ¿Qué te pasa? -gritó la mujer. -¡Nada! ¡nada! Déjenme marchar -respondió él; y las lágrimas le rodaron por las mejillas. -¡Hijo mío querido! ¡Tesoro dorado! -exclamó la madre, llorando. Pero el tambor de alarma se puso a tocar: ¡Lotte murió, Lotte murió! ¡Se terminó la canción! Pero la canción no había terminado todavía; quedaban aún muchas estrofas y muy largas, las más bellas; un tesoro para toda la vida. -¡Pues sí que lo ha cogido fuerte! -dijo la vecina-. Todos tienen que leer las cartas que le envía su tesoro, y escuchar lo que los diarios cuentan de él y de su violín. Le manda mucho dinero, y bien que lo necesita la mujer desde que enviudó. -Toca en presencia de reyes y emperadores -dijo el músico A mí la suerte no me sonrió. Pero él fue mi discípulo y recuerda a su viejo maestro. -Su padre soñaba -dijo la mujer- que Pedro regresaba de la guerra con una cruz de plata en el pecho. En campaña no la ganó, allí debe de ser más difícil, obtenerlo. Pero ahora luce la cruz de caballero. ¡Si su padre pudiera verlo! -¡Famoso! -gruñía el tambor de alarma, y toda su ciudad natal lo repetía. Aquel tamborcillo, Pedro, el pelirrojo, que de niño calzaba zuecos y a quien de mayor habían visto tocar el tambor y en el baile, era ya famoso. -Tocó ante nosotros antes de hacerlo ante los reyes -decía la alcaldesa-. Entonces estaba loco por Lotte. Quería subir y siempre subir. Era presumido y extraño. Mi marido se echó a reír cuando se enteró de aquel desatino. Hoy Lotte es la señora consejera. Se escondía un tesoro en el corazón de aquel pobre niño que de tamborcillo había tocado el «¡Adelante, marchen!», llevando a la victoria a los que estaban a punto de ceder. En su corazón había un tesoro, un manantial de notas divinas que se escapaban de su violín como si en él estuviera encerrado todo un órgano, y como si todos los elfos bailasen en sus cuerdas en una noche de verano. Se oía el canto del tordo y la clara voz humana; por eso hechizaba a todos los corazones y hacía que su nombre corriese de boca en boca. Ardía un gran fuego, el fuego del entusiasmo. -¡Y, además, es tan guapo! -decían las damitas, y las viejas les daban la razón. La más vieja de todas abrió un álbum de rizos famosos, sólo para poder procurarse uno del rico y hermoso cabello del joven violinista, un tesoro, un tesoro dorado. Y un buen día entró en la pobre morada del tambor aquel hijo, bello como un príncipe, más feliz que un rey, llenos de luz los ojos, resplandeciente el rostro como el sol.
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