-¡Pues también la quiero! -dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era pequeña y negra. -Tú puedes quedarte con ésta -dijo Cristina-, también es bonita. -¿Y qué hay dentro? -preguntó el niño. -Lo mejor para ti -respondió la gitana. Y el pequeño se guardó la avellana. Entonces la mujer se ofreció a enseñarles el camino que conducía a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella, encontrando a la familia angustiada por su desaparición. Los perdonaron, pese a que se habían hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber dejado caer al agua el lechoncito, y después por su escapada. Cristina se volvió a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba «lo mejor». La puso entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana se partió con un crujido; pero dentro no tenía carne, sino que estaba llena de una especie de rapé o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse. «¡Ya me lo figuraba! -pensó Ib-. ¿Cómo en una avellana tan pequeña, iba a haber sitio para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrará en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de oro». Llegó el invierno y el Año Nuevo. Pasaron otros varios años. El niño tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el párroco vivía lejos. Por aquellos días se presentó el barquero y dijo a los padres de Ib que Cristina debía marcharse de casa, a ganarse el pan. Había tenido la suerte de caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. Entraría en la casa para ayudar a la dueña, y si se portaba bien, seguiría con ellos una vez recibida la confirmación. Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los llamaba «los novios». Al separarse le enseñó ella las dos nueces que él le diera el día en que se habían perdido en el bosque, y que todavía guardaba; y le dijo, además, que conservaba asimismo en su baúl los zuequitos que él le había hecho y regalado. Y luego se separaron. Ib recibió la confirmación, pero se quedó en casa de su madre; era un buen oficial zuequero, y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeña finca. La mujer sólo lo tenía a él, pues el padre había muerto. Raras veces -y aun éstas por medio de un postillón o de un campesino de Aal- recibía noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el día de su confirmación escribió a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su madre.
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