Algo decía también de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habían regalado los señores. Realmente eran buenas noticias. -A la primavera siguiente, un hermoso día llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el barquero y Cristina. Le habían dado permiso para hacer una breve visita a su casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo día, la había aprovechado. Era linda y elegante como una auténtica señorita, y llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a las mil maravillas. Allí estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibía en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le estrechó la mano y, reteniéndola, se sintió feliz, pero sus labios no acertaban a moverse. No así Cristina, que habló y contó muchas cosas y dio un beso a Ib. -¿Acaso no me conoces? -le preguntó. Pero incluso cuando estuvieron solos él, sin soltarle la mano, no sabía decirle sino: -¡Te has vuelto una señorita, y yo voy tan desastrado! ¡Cuánto he pensado en ti y en aquellos tiempos de antes! Cogidos del brazo subieron al montículo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis con sus grandes colinas; pero Ib permanecía callado. Sin embargo, al separarse vio bien claro en el alma que Cristina debía ser su esposa; ya de niños los habían llamado los novios; le pareció que eran prometidos, a pesar de que ni uno ni otro habían pronunciado la promesa. Muy pocas horas pudieron permanecer juntos, pues ella debía regresar a Tem para emprender el viaje de vuelta al día siguiente. Su padre e Ib la acompañaron hasta Tem; era luna llena, y cuando llegaron, el mozo, que retenía aún la mano de Cristina, no podía avenirse a soltarla; tenía los ojos serenos, pero las palabras brotaban lentas y torpes, aunque cada una le salía del corazón: -Si no te has acostumbrado al lujo -le dijo- y puedes resignarte a vivir conmigo en la casa de mi madre, algún día seremos marido y mujer. Pero podemos esperar todavía un poquitín. -Sí, esperemos un poco, Ib -respondió ella, estrechándole la mano, mientras él la besaba en la boca. -¡Confío en ti, Ib! -dijo Cristina- y creo que te quiero; pero déjame que lo piense bien. Y se despidieron. Ib explicó al barquero que él y Cristina estaban como quien dice prometidos, y el hombre contestó que siempre había pensado que la cosa terminaría de aquel modo. Acompañó a Ib a su casa y durmió en su misma cama, y ya no se habló más del noviazgo. Había transcurrido un año; entre Ib y Cristina se habían cruzado dos cartas, con las palabras «fiel hasta la muerte» por antefirma.
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