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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       Ib y Cristinita. (7)
         
      

    «Lo mejor para él», como dijera la gitana; sí, y también esto se había cumplido; para él, lo mejor era la negra tierra. Ahora comprendía claramente lo que la mujer quiso significar: para él, lo mejor era la negra tierra, la tumba.

    Pasaron años -a Ib no le parecieron muchos, pero en realidad, fueron muchos-; los viejos fondistas murieron con poco tiempo de diferencia, y su hijo heredó toda su fortuna, una porción de miles de escudos. Cristina pudo viajar en carroza dorada y llevar hermosos vestidos.

    Durante dos largos años, el padre de Cristina no recibió carta de su hija, y cuando, por fin, llegó la primera, no respiraba precisamente alegría y bienestar. ¡Pobre Cristina! Ni ella ni su marido habían sabido observar moderación en la riqueza; el dinero se había fundido con la misma facilidad con que vino; no les había traído la prosperidad, por su misma culpa.

    Florecieron los brezos y se marchitaron; varios inviernos vieron la nieve caer sobre el erial de Seis y sobre el montículo, donde Ib vivía al abrigo del viento. Brillaba el sol de primavera, e Ib estaba arando su campo. De pronto le pareció que la reja del arado chocaba con un pedernal; un objeto extraño, semejante a una viruta negra, salió a la superficie, y al recogerlo Ib vio que era de metal; el punto donde había chocado el arado despedía un intenso brillo. Era un pesado brazalete de oro de la antigüedad pagana. Pertenecía a una tumba antigua, que encerraba valiosos adornos. Ib lo mostró al párroco, quien le reveló el alto valor del hallazgo. Fuese con él al juez comarcal, quien informó a Copenhague y aconsejó a Ib que llevase personalmente el precioso objeto a las autoridades correspondientes.

    -Has encontrado en la tierra lo mejor que podías encontrar -le dijo el juez.

    «¡Lo mejor! -pensó Ib-. ¡Lo mejor para mí, y en la tierra! Así también conmigo tuvo razón la gitana, suponiendo que sea esto lo mejor».

    Ib se embarcó en Aarhus para Copenhague; para él, que sólo había llegado hasta Gudenaa, aquello representaba un viaje alrededor del mundo. Y llegó a Copenhague.

    Le pagaron el valor del oro encontrado, una buena cantidad: seiscientos escudos. Nuestro hombre, venido del bosque de Seisheide, se entretuvo vagando por las calles de la capital.

    Justamente la víspera del día en que debía embarcar para el viaje de regreso, equivocó la dirección entre la maraña de callejas, y, por el puente de madera, fue a parar a Christianshafen, en lugar de a la Puerta del Oeste. Había seguido hacia Poniente, pero no llegó adonde debiera. En toda la calle no se veía un alma, cuando de pronto una chiquilla salió de una mísera casucha; Ib le pidió que le indicase el camino de su posada. La pequeña se quedó perpleja, lo miró y prorrumpió en amargo llanto.

      

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