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       La dríade. (2)
         
      

    Todo era bello y espléndido, pero especialmente cuando el viejo sacerdote contaba cosas de Francia, de las hazañas de sus hijos e hijas, cuyos nombres son pronunciados con admiración en todos los tiempos.

    Entonces supo la dríade los hechos de la pastora Juana de Arco, de Carlota Corday, y conoció tiempos antiquísimos, y los de Enrique IV y de Napoleón I, llegando hasta los actuales. Oyó hablar de grandes genios y talentos; oyó nombres cuyo eco resuena en el corazón del pueblo: Francia es un gran país, el suelo nutricio del genio, con el cráter de la libertad.

    Los niños de la aldea escuchaban con unción, y la dríade también; era un escolar como ellos. En las formas cambiantes de las nubes que desfilaban por el cielo veía, una por una, todas las escenas que describía el párroco.

    El cielo con sus nubes era su libro de estampas.

    Se sentía feliz con su hermosa Francia, y, sin embargo, tenía la impresión de que el ave, como todos los animales voladores, era más favorecida que ella. Hasta la mosca podía darse una vueltecita por el mundo, volar lejos, mucho más lejos de lo que alcanzaba a ver la dríade.

    Francia era grande y magnífica, pero ella veía sólo un pedacito insignificante. El país se extendía indefinidamente con sus viñedos, sus bosques y sus populosas ciudades, entre las cuales era París la más grandiosa y soberbia. Las aves podían volar hasta París, pero a ella le estaba vedado.

    Entre los niños de la aldea había una chiquilla muy pobre y vestida de andrajos, pero de agradable aspecto. Cantaba y reía sin parar y llevaba siempre flores rojas en el negro cabello.

    -¡No vayas a París! -le decía el viejo señor cura-. Allí te perderías, pobrecilla.

    Pero ella se fue a París.

    La dríade pensaba a menudo en aquella niña. Las dos habían sentido el mismo embrujo de la gran ciudad.

    Desfilaron la primavera, el verano, el otoño y el invierno; transcurrieron varios años.

    El árbol de la dríade dio sus primeras flores, los pájaros gorjearon a su alrededor, bajo el tibio sol. Por el camino se vio venir un lujoso coche ocupado por una distinguida señora, que con su mano guiaba los ágiles caballos, mientras un pequeño jockey, muy peripuesto, iba sentado en la parte posterior. La dríade la reconoció, y la reconoció también el anciano sacerdote, quien, sacudiendo la cabeza, dijo, afligido:

    -¡Fuiste a buscar tu perdición, pobre María!

    «¿Pobre? -pensó la dríade-. ¡Qué ha de ser! ¡Si va vestida como una duquesa! ¡Cómo ha cambiado, en la ciudad de los hechizos! ¡Ay, si yo pudiese estar allí, entre tanta magnificencia! Su esplendor llega por la noche hasta las nubes; basta mirar al cielo para saber dónde está la ciudad».

      

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