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¡Pobre dríade! ¡Ésta será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura, renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos. Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y morirán, perdido el verdor para siempre. Así dijo y la luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. «¡Iré a la ciudad de las ciudades! -exclamó-. La vida empieza, crece como la nube, nadie sabe adónde va». Al amanecer, cuando palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la hora de la realización y se cumplieron las palabras de la promesa. Se presentaron unos hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy hondo, en torno a las raíces del árbol; se adelantó un carro tirado por caballos, levantaron el árbol con sus raíces y la tierra que las sujetaba y, después de envolverlas con esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje, lo cargaron en el vehículo. Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a París, la noble capital de Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol debía crecer y medrar. Las ramas y las hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade tembló a su vez de ardiente impaciencia. -¡Adelante, adelante! -decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante!- sonaba en palabras aladas y vibrantes. La dríade ni se acordó de decir adiós a la tierra natal, a las ondeantes hierbas y a las candorosas margaritas que la habían mirado desde el nivel del suelo como a una gran dama del jardín de Nuestro Señor, como a una princesita que jugaba a pastora en el campo. El castaño yacía en el carro, saludando con las ramas. Si quería decir «adiós» o «adelante», la dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las maravillosas novedades, tan conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún corazón infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había emprendido el viaje a Paris con tal exaltación. Su «¡adiós!» fue un «¡adelante, adelante!». Giraban las ruedas. La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes; aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban, desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Se sucedían las estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade.
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