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    Portada::Ménú General::Cuentos y Fabulas::Hans Christian Andersen

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       La dríade. (11)
         
      

    La dríade sentía una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un lugar que le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de los misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda.

    La dríade se vio a sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su exterior, a las demás señoras de alta cuna y opulenta familia. ¿Serían todas, como ella, hijas del deseo?

    Se oyó un suspiro, hondo y doloroso. ¿Vino de un confesionario o del pecho de la dríade? Ésta se cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro. No era aquél el lugar de su anhelo.

    ¡Adelante, adelante sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida.

    Volvió a encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor magnífico. «Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que aquí se vertió».

    Alguien pronunció estas palabras.

    Unos extranjeros hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella gran sala de los misterios de donde la dríade acababa de salir.

    Una gran losa de piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo abierto que conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la vivísima luz, la llama refulgente del gas y la vida al aire libre,

    -¡Tengo miedo! -exclamó una de las señoras que allí estaban-. No me atrevo a bajar. No me importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ¡Quédate conmigo!

    -¿Volvernos a casa? -protestó el marido-. ¿Marcharnos de París sin haber visto lo más notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la inteligencia y la voluntad de un solo hombre?

    -¡Yo no bajo! -fue la respuesta.

    -La maravilla de nuestra época -habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado el objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas, al subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los forasteros descendían, los siguió.

    La escalera era de hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara, y más al fondo, otra.

    Se hallaron en un laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí. Todas las calles y callejones de París se veían como en un espejo empañado; se leían los nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su correspondiente número y extendía sus raíces por debajo de las aceras empedradas y desiertas, que se abrían a lo largo de un ancho canal por el que corría un agua fangosa.

      

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    Hans Christian Andersen

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