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       La dríade. (3)
         
      

    Noche tras noche, miraba la dríade en aquella dirección. Veía la luminosa niebla en el horizonte; en las claras noches de luna echaba de menos las nubes viajeras que le ofrecían imágenes de la ciudad y de la Historia.

    De igual forma que el niño hojea su libro de estampas, así la dríade consultaba las nubes.

    El cielo de verano, sereno y sin nubes, era para ella una hoja en blanco; y ya llevaba varios días sin haber visto más que páginas vacías.

    Era la calurosa estación veraniega, con días ardorosos, sin un hálito de brisa. Cada hoja, cada flor, vivía como aletargada, y los hombres también.

    En esto se levantaron nubes en el punto donde la neblina luminosa anunciaba la presencia de París.

    Las nubes se amontonaron, formaron como una cadena montañosa y se extendieron por toda la región, hasta donde alcanzaba la vista de la dríade.

    Semejantes a enormes peñascos negruzcos, los nubarrones se acumulaban en las alturas, capa sobre capa. Empezaron a rasgarlas los relámpagos. «También ellos son servidores de Dios», había dicho el anciano sacerdote. Y de pronto brilló un rayo deslumbrante, vivísimo como el mismo sol, capaz de volar las rocas, y que al caer hirió el venerable roble, hendiéndolo hasta la raíz. Se partió la copa, se partió el tronco, que se desplomó en dos pedazos, como si extendiera los brazos para recibir al mensajero de la luz.

    No hay cañones que, al nacer un príncipe real, puedan resonar con un fragor comparable al del trueno que acompañó la muerte del viejo roble. La lluvia caía a torrentes, empezó a soplar un viento fresco, y en un momento se calmó la tormenta; el aire quedó limpio y sereno, como en una tarde de domingo. Los aldeanos se congregaron en torno al roble abatido; el señor cura pronunció sentidas palabras de recuerdo, y un pintor dibujó el árbol para que quedase de él un testimonio duradero.

    -Todo se va -dijo la dríade-, se va como la nube, para no volver jamás.

    Tampoco volvió el anciano sacerdote. El tejado de su escuela se había hundido, y desaparecido la tarima desde la que él daba sus lecciones. Los niños no volvieron, pero vino el otoño, y el invierno, y luego también la primavera. Al cambiar la estación, la dríade dirigió la mirada hacia el punto del horizonte donde, todas las tardes y noches, París brillaba como una niebla luminosa. De allí salía locomotora tras locomotora. Los trenes se sucedían ininterrumpidamente, silbando, rugiendo, a todas las horas del día.

      

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    Hans Christian Andersen

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