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       La dríade. (10)
         
      

    Avanzaba una oleada de coches, cabriolés, carrozas, ómnibus, caballeros montados y tropas formadas. Atravesar la calle suponía poner en peligro la vida. Ora lucían antorchas, ora dominaban las llamas del gas. De repente salió disparado un cohete. ¿De dónde salía? ¿Adónde iba?

    Indudablemente era la avenida principal de la gran urbe.

    Resonaban aquí suaves melodías italianas, allí canciones españolas con repiqueteo de castañuelas; pero todo lo dominaba la música de moda, el excitante ritmo del cancán, que jamás conoció Orfeo ni fue escuchada por la bella Elena. Hasta la carretilla de mano habría bailado a su compás si la hubieran dejado. La dríade danzaba, flotaba, volaba, cambiando de colores como el colibrí a los rayos del sol; cada casa, cada grupo de gente le enviaba su reflejo.

    Como la radiante flor de loto arrancada de su raíz es arrastrada por el remolino de la corriente, así también iba ella a la deriva, cambiando de figura cada vez que se paraba; por eso nadie podía seguirla, reconocerla y contemplarla.

    Tal como hicieran las visiones ofrecidas por las nubes, todo volaba ante ella, rostro tras rostro, pero no conocía ninguno, ni uno solo era de su tierra. En su pensamiento brillaban dos ojos radiantes: pensaba en María, la pobre María, aquella niña alegre y harapienta de la flor roja en el negro cabello. Allí estaba, en la gran urbe, rica y radiante como aquél día que había pasado en coche frente a la casa del señor cura y junto al árbol de la dríade y al viejo roble.

    Seguramente estaba entre aquel ensordecedor bullicio; tal vez acababa de apearse de una magnífica carroza. Aparcaban en aquel lugar coches lujosísimos, de cocheros ricamente galoneados y criados con medias de seda. De los vehículos descendían damas brillantemente ataviadas. Entraban por la puerta de la verja y subían por la alta y ancha escalinata que conducía a un edificio de blancas columnas de mármol. ¿Sería aquello la maravilla universal? Seguramente allí estaba María.

    «¡Santa María!», cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían por las altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la penumbra.

    Era la iglesia de Santa Magdalena.

    Las distinguidas damas vestidas con telas preciosas, confeccionadas a la última moda, avanzaban por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches de plata de los devocionarios y en los finísimos pañuelos, perfumados y orlados con bellísimos encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y permanecían en silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los confesonarios.

      

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