Érase una viejecita sin nadita que comer sino carnes, frutas, dulces, tortas, huevos, pan y pez. Bebía caldo, chocolate, leche, vino, té y café, y la pobre no encontraba qué comer ni qué beber. Y esta vieja no tenía ni un ranchito en que vivir, fuera de una casa grande con su huerta y su jardín. Nadie, nadie la cuidaba, sino Andrés y Juan Gil y ocho criados y dos pajes de librea y corbatín. Nunca tuvo en qué sentarse, sino sillas y sofás con banquitos y cojines y resorte al espaldar. Ni otra cama que una grande más dorada que un altar, con colchón de blanda pluma, mucha seda y mucho olán. Y esta pobre viejecita cada año, hasta su fin, tuvo un año más de vieja y uno menos que vivir. Y al mirarse en el espejo la espantaba siempre allí otra vieja de antiparras, papalina y peluquín. Y esta pobre viejecita, no tenía que vestir sino trajes de mil cortes y de telas mil y mil. Y a no ser por sus zapatos, chanclas, botas y escarpín, descalcita por el suelo anduviera la infeliz.
|