Estaba una cabra muy atenta muy largo rato escuchando, de un acorde de violín el eco blando. Los pies la bailaban de contenta, y a cierto jaco que, también suspenso casi olvidaba comer el pienso, dirigió de esta suerte la palabra:
¿No oyes de aquellas cuerdas la harmonía? Pues sabe que son tripas de una cabra que fué en un tiempo compañera mía. Confío (dicha grande!) que algún día no por menos dulces trinos formarán mis sonoros intestinos.
Volvióse el buen rocín, y respondióla: A fe que no resuenan esas cuerdas sino porque las hieren con las cerdas que sufriendo me arrancaron de la cola.
Mi dolor me costó, y pasé buen susto; pero, al fin, tengo el gusto de ver que gran lucimiento debe a mi auxilio el músico instrumento.
Tú, que satisfacción igual esperas, ¿Cuándo la gozarás? Después que mueras. Así, ni más ni menos, porque en vida no ha conseguido ver su obra aplaudida algún mal escritor, al juicio apela de la posteridad, y con ello se consuela.
Moraleja:
Hay muchos escritores que se lisonjean fácilmente de lograr fama póstuma, cuando no han podido merecerla en vida.